Adiós a la escuela

20 de Abril de 2024

Tuni Levy

Adiós a la escuela

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Adiós otra vez. El asunto después de 20 años se había arrinconado en mi cabeza. Telarañas y polvo cubrían lo que alguna vez comencé. Y no era por que creer que significaba mucho el convertirme en una internacionalista titulada, sino por el pendiente. El compromiso propio, el cierre de ciclo.

Un día me tomó desprevenida la decisión. Fui disque a pedir informes y, contra parte de mi voluntad, los astros se alinearon para que justo coincidiera el día de la inscripción y el coordinador de la carrera me quitara buena parte de los pretextos; la otra parte me la quitó mi marido.

Así, sin mucha conciencia de lo que estaba haciendo, regresé una mañana de mis casi 40 años cumplidos a las aulas universitarias. Las piernas, habré de reconocerlo, titubeaban y hasta se tambaleaban ligeramente al subir el escalón. Titubeaba entera yo, por sentarme junto a pupitres con niños que podrían ser mis hijos, por el reto de abrir los cajones del cerebro y agilizar la escasa memoria que tengo, por explayar lo que creo que entiendo en una hoja de papel o en la virtualidad de un trabajo.

Mi última clase fue hace poco mas de un mes. Lo dije sin percatarme: “Esta es la última hora de mi última clase de mi regreso a la escuela.”

El balance es heterogéneo por que así es la universidad. Tuve maestros de todo. El que negó la existencia del Movimiento del 68, la que aún considera a Yugoslavia un país (y la tarea consistía en estudiar su sistema político). La que venía como enviada diplomática y la academia la dejó en su casa. El que ejercía su oficio para vender ideas propias sin entender que los recintos académicos forman, no moldean a voluntad.

También tuve el privilegió de aprender a una edad, cuando en la mayoría ya no toca. Aprender de la macroeconomía (con gráficas, ecuaciones y todo). De dos maravillosas investigadoras que cientificaron mi pensamiento, me forzaron a sustituir los “yo opino que…” por argumentos sólidos, me orillaron a cuestionar al mas consistente de los planteamientos, a pensar fuera de la caja. Me llevo conmigo las enseñanzas de mis profesores de los veranos en el Colmex, quienes me dieron lecciones con el ejemplo de que algo se puede hacer con el México marchito que a veces tenemos. Literal, quemé pestañas leyendo historia, actualidad y conflictos donde más que información almacenada me quedo con saber que los eventos no son unicausales, que la historia no tiene dos vistas sino decenas, que las fachadas no son sino eso y el proceso intelectual de entender significa derrumbarlas. En ambas instituciones, la Ibero y el Colmex, encontré profesores abridores de posibilidades, promotores del pensamiento, verdaderos educadores que nunca olvidaré.

Mis tardes y noches de estudiar hasta la inconciencia, mis mañanas madrugadoras de aventarme por el elevador para sí llegar, valieron todas la pena por el placer de sentarme en una clase, sólo en una, y de pronto saber que la o el que se paró enfrente entiende algo muy bien.

Aprendí también de mis compañeros, de escuchar al otro. De esos algunos jóvenes que van a cambiar al mundo. Me volví tolerante y hasta incluyente con opiniones que no eran las mías, con la diversidad de ideas, posturas y juicios. No faltó quién me sorprendiera con su elocuencia, con encontrar en el mar de lo improbable la posibilidad.

Debo reconocer también que extrañe en mí a la otra, a la que tenía una veintena de años menos. Esa que se presentaba a los exámenes sin el menor pendiente por no haber estudiado. La que se desveló en una peña hasta las tres de la mañana cuando había a las siete examen de trigonometría. La que consideraba que un 7.5 u 8 eran perfecto reflejo de su esfuerzo. Extrañé mi tiempo, a mis amigos, la frescura con que se inicia y los pocos pendientes que tenía en mi cabeza.

Le dije adiós a la escuela, esta vez con mi kárdex completo. Sin deberle nada a la canastilla de los pendientes. Me compré un café y caminé hasta el último lugar del estacionamiento que todas las mañanas estuvo reservado para mí.