Al diablo con las instituciones

19 de Abril de 2024

Antonio Cuéllar

Al diablo con las instituciones

lopez obrador

A pesar de que la contienda para suceder al Presidente Enrique Peña Nieto es aún lejana, una de las noticias que durante el fin de semana tuvo mayor resonancia en los medios, fue la elección de a mano alzada de que fue objeto Andrés Manuel López Obrador para presidir MORENA, el partido político de su creación.

Con ello se confirma una serie de verdades: Primero, se formaliza lo que ya todos sabíamos: Como en el 2006 y como en el 2012, AMLO, siguiendo los pasos de Cuauhtémoc Cárdenas, participará en la contienda presidencial por tercera ocasión consecutiva. Segundo, se hace evidente que MORENA, más allá de los formalismos, en vez de ser un auténtico instituto político, es el instrumento que emplea un solo hombre para alcanzar sus muy particulares ambiciones. Tercero, luego de haber recorrido el país de norte a sur y de este a oeste, de aparecer como la única figura relevante de su partido en cuantos anuncios publicitarios pudo, en franca y abierta ofrenda al espíritu de las normas electorales, demuestra que es un especialista en lanzar la piedra y esconder la mano, en denostar el orden jurídico cuando con de ello se saca raja política. Cuarto, que en vez de ser un demócrata, como se ha dicho desde hace ya mucho tiempo, es un peligro para México.

Es acerca de esto último sobre lo que quiero hacer mi reflexión. Cuando se habla sobre la peligrosidad que AMLO implica para México, se hace referencia a lo catastrófico que sería su gobierno para las finanzas públicas y, en consecuencia, para los bolsillos de todos los mexicanos, ricos y pobres por igual, siendo estos últimos quienes en estos casos padecen más. Durante su ya añeja presencia en la política nacional, son múltiples los indicios que ha dado para tener por cierta dicha premisa. Por un lado, durante su ya cada vez más lejana gestión como Jefe de Gobierno del Distrito Federal, ondeó fuertemente la bandera del populismo al implementar un seguro popular enfocado principalmente a asistir a los ciudadanos de la tercera edad. A priori ¿quién tendría el corazón tan endurecido como para negar las bondades de dicha iniciativa? Sin embargo, cuando se observa que hubo muchos ciudadanos de la tercera edad que gozaron de dicho apoyo aún y cuando contaban con medios más que suficientes para sufragar los gastos de su vida diaria, uno bien podría preguntarse de qué barril sin fondo es que salían esos recursos y con qué control se ejercían.

Si nos queda un remanente de humanismo, ¿podríamos negar que, en principio, la Universidad de la Ciudad de México es un acto de justicia social para nuestros jóvenes, particularmente los de estratos sociales más bajos? Por supuesto que no. La duda sólo nos aborda cuando se lee que nadie se titula de esa pía institución académica y que lo único que emana de ella son millonarios litigios laborales y pugnas por el control de sus recursos humanos y materiales. Su gestión como gobernador de la capital del país, nos arroja indicios para suponer que de llegar a gobernar a la nación entera, estos sinsentidos, entre muchos otros, serán la norma. Indicios como los que nos ha arrojado durante sus campañas presidenciales, en donde parece no comprender que México se encuentra inserto en un mundo globalizado, formando parte de uno de los bloques comerciales de mayor importancia en el orbe y que sus problemas económicos –-que desde luego no se ignoran ni minimizan-- no se resolverán restringiendo el acceso de teléfonos celulares a los funcionarios públicos, como no será la solución de la problemática de PEMEX llevar un control más estricto en la compra de su papelería y el consumo de lápices.

El peligro a que me refiero es innegable; tal vez sea de más difícil apreciación, pero ataca las raíces de México y le impedirá dar el salto cualitativo que se merece.

Las naciones prósperas en nuestros tiempos comparten tres rasgos característicos: son democráticas, gozan de un auténtico estado de derecho y cuentan con un eficiente sistema de protección a los derechos humanos. Eso no puede refutarse. ¿Cuáles son esas naciones? Todos lo sabemos, digamos que no son Cuba, no son Venezuela, no son Corea del Norte, ni siquiera es China y, desafortunadamente, tampoco es México.

Pero a diferencia de los ejemplos que se mencionan México tiene la nada despreciable alternativa de elegir libremente a sus gobernantes. Es una democracia imperfecta, desde luego, pero sus destinos no quedan al contentillo de un dictador o de una camarilla de ilustres. El perfeccionamiento de su democracia tendrá que ser causa y a la vez efecto del establecimiento de un auténtico estado de derecho, que permita la aplicación de la ley a todo sujeto que incurra dentro de las hipótesis que las mismas contemplan, se abatirán la corrupción y la impunidad, males que a todos, inclusive a AMLO, nos aquejan.

Los rasgos de los Estados prósperos, a los que México aspira, constituyen un trinomio. Se nutren de sí mismos, se complementan y son concurrentes. AMLO pone en jaque todos y cada uno de estos elementos. No es un político que crea en la democracia: nunca ha aceptado el resultado de una elección en donde el resultado no le favorezca. El fin de semana fue ungido presidente de su partido político a mano alzada, sin deliberación, sin respeto alguno al carácter secreto del voto.

No cree en las instituciones jurídicas, por el contrario, las ha mandado al diablo. Fue capaz de fraguar en Iztapalapa el lamentable caso “Juanito”, como ejemplo adicional a su vocación por defraudar el ánimo de las leyes electorales. Tomó, en perjuicio de miles o de millones, una de las avenidas principales de la ciudad de México, afectando a sus habitantes en sus libertades básicas de tránsito y de trabajo, y violentando una de las máximas claves y elementales de la vida en sociedad: el derecho de uno llega hasta donde afecta los derechos de los otros.

Es posible que realmente se preocupe por las injusticias que se cometen todos los días en México, muchas veces, pero no siempre, en perjuicio de los más pobres. Puede ser que sea honesto cuando se erige como defensor de los derechos humanos, pero si es así recordemos que les dijo “pirrurris” a los manifestantes de clases medias que otrora sólo exigían a las autoridades mayor seguridad, sin olvidar que calificó como parte de los usos y costumbres de una comunidad afín a él y a sus intereses el linchamiento público de dos policías.

El peligro es ese. El peligro es que su peculiar apreciación de lo que es el estado de derecho, de lo que es la democracia y de lo que son los derechos humanos, arriesga todo aquello por lo que durante tantos años y tan encarecidamente hemos luchado los mexicanos. Queda mucho por hacer, hay enormes espacios para la mejora, es evidente que vivimos en una imperfección muy acentuada. Pero hay pilares sólidos sobre los cuales construir. La amenaza es que esos pilares se erosionen y se vuelvan polvo, que cuando AMLO por fin parta, haya plantado en nuestro suelo las semillas de todo aquello que riñe contra la prosperidad.