La impertinente regulación del intercambio de información

20 de Abril de 2024

Antonio Cuéllar

La impertinente regulación del intercambio de información

Nadie podría poner en tela de juicio que el verdadero signo de la época que vivimos, que habrá de marcar el breve espacio de la historia al que pertenecemos, tiene que ver con el fulminante crecimiento de la información y de la tecnología que permitió su intercambio. Cuesta trabajo recordar la velocidad a la que giraba el mundo hace tan solo un par de décadas, en el colofón del siglo XX, cuando se cruzaban apuestas sobre lo que sucedería al finalizar esa centuria y se vaticinaba sobre el colapso que enfrentarían los sistemas de computación, por el solo hecho de que la numeración digital estaba programada a dos dígitos y no había solución para el enorme reto de transcurrir del “99” al “000”.

El INEGI publicó en el mes de mayo las estadísticas que tienen que ver con el uso del Internet en México y su aprovechamiento en actividades que van mucho más allá de las redes sociales y el correo electrónico. De 3 mil 200 millones de usuarios de la Red a nivel mundial, México aporta un total de 62.4 millones de internautas, 70% de los cuales tiene una edad inferior a los 35 años. Un dato sintomático en torno al uso del Internet tiene que ver con el grado de preparación académica de quien lo utiliza, mientras más alta sea la escolaridad del usuario de que se trate, mayor será la penetración de las tecnologías de la información y la complejidad de su aprovechamiento.

Un comportamiento similar alrededor de la demanda del servicio puede apreciarse, obviamente, en función de la capacidad económica del usuario y el acceso a tecnologías a través de teléfonos inteligentes. Dos de cada tres de los casi 80 millones de usuarios de telefonía celular cuenta con un aparato equipado para acceder a la Red, lo que acaba por convertirlo en el medio preferente para la descarga de datos e información a través del Internet. Es evidente que el reto se presenta alrededor de cómo lograr una mayor preparación y capacidad económica de la población en general, como vehículos para acceder a las tecnologías de la información, con todo el impacto que en el ámbito de la sustentabilidad dicho modelo de vida traerá aparejado.

La evolución de esta tecnología ha provocado el nacimiento de las que llamamos “aplicaciones”, los programas computacionales diseñados para ser descargados en dispositivos móviles con la finalidad de obtener información que se utiliza exclusivamente a través del mismo dispositivo con propósitos específicos. Dependiendo del tipo de plataforma que se utilice, las “aplicaciones” existentes ya se cuentan por millones: 2 millones 200 mil para Google Play, 2 millones para Apple, 669 mil para Windows store, 600 mil para Amazon appstore y 234,500 para BlackBerry World. El ámbito en el que dichas aplicaciones puede ser aprovechado resulta imposible de numerar.

A lo largo de los últimos años hemos venido observando cómo el desarrollo de aplicaciones y la transferencia de la información incide de manera directa con ámbitos del desenvolvimiento económico tradicional en forma sumamente competitiva y sustitutiva, de modo tal que los beneficios que arroja resultan sorprendentes.

Mientras que en algunas épocas no remotas el costo de una llamada telefónica intercontinental resultaba verdaderamente cara y consiguientemente breve, aplicaciones como “skype” facilitan la comunicación alrededor del planeta a costos ínfimos y perfectamente sostenibles, si no es que prácticamente gratuitos y sin limitación alguna de tiempo, como Facetime. Ese tipo de aplicaciones han servido para hacer de nuestro planeta un lugar infinitamente mas pequeño.

“Aplicaciones” recientemente desarrolladas bajo distintos nombres, han venido a modificar totalmente los hábitos en materia de transporte. El uso y aprovechamiento de la información para identificar a un conductor y a un usuario, y aportar su geolocalización, favorecen el consenso para que las personas sean llevadas con seguridad de un sitio a otro, y el pago por dicho servicio sea eficazmente garantizado a favor de quien realiza dicho trabajo.

Además de la utilización de la información para la adquisición de bienes y servicios de innumerables bienes, a través de portales que superan en ventas netas a las tiendas departamentales más grandes y competitivas del mundo, las “aplicaciones” han venido a cobrar relevancia, inclusive, hasta tratándose de la consumación de relaciones sentimentales.

El aprovechamiento de la información puede alcanzar límites insospechados hasta ahora, en el campo de la educación, del ejercicio profesional, del comercio y prestación de servicios de todo tipo, lo cual transforma no sólo la experiencia de contratar en forma directa, evidentemente, sino la posibilidad de la gente para acceder a un empleo digno, la garantía de pago alrededor de cualquier transacción y la eficiencia en la localización de oferentes y demandantes de un bien o un servicio dado que, al identificarse por cuanto a su número y localización, convierten el funcionamiento de la economía en un fenómeno infinitamente más eficiente y, consecuentemente, más barato y accesible.

Son muchas las voces que, en función de las ventajas que estos medios ofrecen con relación a los ya establecidos, buscan empeñosamente su regulación y restricción. Lógicamente, la tendencia de los poderes fácticos ya establecidos buscaría la equiparación de los agentes concurrentes a la misma situación y mismos desvaríos de aquellos que hoy ya ocupan un lugar en el mercado.

El reto que enfrenta el Estado tiene que ver con el difícil entendimiento de la situación novedosa de comercio y economía que la sociedad de la información está alumbrando, como en la prudente decisión que pronto deberá de tomarse, para comprender que ante las ventajas que ofrecen las nuevas tecnologías, la regulación estatal podría resultar no solamente innecesaria, sino claramente contraproducente.

Cómo hacer entender a quienes tienen la trascendente labor de gobernar un país, que en algunas ocasiones, la mejor solución para resolver un problema consiste, precisamente, en no meter las manos.

Haciendo la clara salvedad que corresponde con relación a la comisión de ciberdelitos, contra los que no cabría contemplación alguna, recordamos cómo el Comercio Electrónico y la defensa de los derechos del consumidor ya se protegen a través de la ley, siempre en torno de transacciones realizadas por Internet. Que justo y provechoso sería que la sociedad civil organizada sea la que decida, en función de ese amplio marco de voluntad, de repudio inmediato o premiación que ofrece el vertiginoso intercambio de información, cuáles serán los caminos que habrá de seguir el todavía inexplorado universo de las “aplicaciones” en el Internet.