Brexit, el triunfo de la frustración

25 de Abril de 2024

Brexit, el triunfo de la frustración

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THE INTERCEPT_ Por: Glenn Greenwald

Por Glenn Greenwald

La decisión de los votantes del Reino Unido de salir de la Unión Europea (UE) es un ejemplo flagrante del repudio a la postura y la relevancia de las instituciones políticas y los medios de comunicación de élite y de que –por primera vez– sus fracasos se han convertido en una parte importante de la historia.

La reacción de los medios a la votación del Brexit se divide en dos categorías generales: (1) intentos serios y sinceros de entender qué motivó a los votantes a tomar la decisión de salir de la UE, incluso si eso significa acusar a los propios círculos del poder, y (2) ataques petulantes, egoístas y elementales en contra de los desobedientes afines a la salida del bloque por ser xenófobos primitivos e intolerantes (además de estúpidos), todo ello para evadir el reconocimiento de su propia responsabilidad.

Vincent Bevins, del diario Los Angeles Times, escribió que “tanto el Brexit y como el Trumpism (el apoyo a Donald Trump en Estados Unidos) son respuestas muy malas a preguntas legítimas que las élites urbanas se han negado a hacer durante treinta años”; en particular, “desde la década de 1980, las élites de los países ricos han exagerado su papel, llevándose todas las ganancias y cubriéndose los oídos cuando alguien más habla, y ahora ven con horror cómo los votantes se rebelan”.

El periodista británico Tom Ewing dijo en una amplia explicación del Brexit que la misma dinámica que se registra hoy en el Reino Unido también prevalece en Europa y América del Norte: “Es una arrogancia de las élites neoliberales en la construcción de una política diseñada para marginar, y además hacerlo rodeando a la democracia, sin tocarla formalmente”.

En una entrevista con The New Statesman, el filósofo-político Michael Sandel dijo que “una gran porción de los votantes de la clase trabajadora siente que no sólo la economía le ha dejado atrás, sino que también lo ha hecho la cultura, que las fuentes de su dignidad, la dignidad del trabajo, se han erosionado y ha sido burlada por los desarrollos de la globalización, el ascenso de las finanzas, la atención que los partidos de todo el espectro político prodigó a las élites económicas y financieras, y el énfasis tecnocrático de los partidos políticos establecidos”.

Tres escritores de The Guardian abordaron temas similares sobre la ignorancia de los medios de élite, la cual deriva de su homogeneidad y desapego de la ciudadanía. John Harris citó a un votante de Manchester mientras explicaba que “la mayoría de los medios de comunicación no vieron venir esto… La alienación de las personas encargadas de documentar el estado de ánimo nacional a través de un seguimiento de las personas que realmente lo definen es una de las rupturas que han derivado en este momento”.

Gary Younge dibujó una idea parecida, “una parte de los comentaristas con sede en Londres que hace un análisis antropológico de la clase obrera como si se tratara de una raza menos evolucionada proveniente de zonas distantes, con demasiada frecuencia los presenta como intolerantes que no saben lo que es bueno para ellos”.

El artículo de Ian Jack se titulaba “En esta votación del Brexit, los pobres se rebelaron ante una élite que los ignoró”, y afirma que titulares como éste de The Guardian en 2014 fueron premonitorios, pero en gran medida ignorados: “El crecimiento en la inequidad de la riqueza en GB es una bomba de tiempo”.

En Estados Unidos, el alegre rechazo de los votantes de Trump a las preconcepciones populares evidenció el mismo desprecio por el consenso de la élite. El ímpetu entusiasta y sostenido, en especial entre los votantes jóvenes, contra la favorita del establishment Hillary Clinton a favor de un socialista de 74 años que no era tomado en serio por casi nadie en las élites de DC, refleja la misma dinámica. Las denuncias de la élite de los partidos de derecha en Europa caen en oídos sordos. Las élites no pueden contener, o incluso afectar, cualquiera de estos movimientos porque son, en el fondo, revueltas contra sus ideas, su autoridad y su virtud.

El sistema esta muriendo

En suma, la credibilidad del establishment occidental está muriendo, y su influencia se erosiona rápidamente. Y lo tiene bien merecido. El ritmo frenético de los medios de comunicación en línea hace que incluso los eventos más recientes se sientan distantes, como historia antigua. Eso, a su vez, hace que sea fácil perder de vista la cantidad de fallos catastróficos y devastadores que las élites occidentales han producido en un periodo de tiempo muy corto.

En 2003, las élites estadunidenses y británicas se unieron para defender una de las más atroces e inmorales guerras en las últimas décadas: la destrucción de Irak; que resultó estar basada en falsedades, que fueron ratificadas por las instituciones con mayor credibilidad, así como por un fracaso absoluto de la política, incluso bajo sus propios términos, desmoronando la confianza del público.

En 2008, su visión económica del mundo y la corrupción desenfrenada precipitaron una crisis económica mundial que, literalmente, causó y sigue causando sufrimiento a miles de millones de personas. En respuesta, se volcaron a proteger a los plutócratas que provocaron la crisis, dejando a las victimizadas masas indefensas ante el colapso generacional. Incluso ahora, las élites occidentales siguen realizando proselitismo en los mercados e imponen el libre comercio y la globalización sin la menor preocupación por la gran desigualdad y la destrucción de la seguridad económica que dichas políticas generan.

En 2011, la OTAN bombardeó Libia aduciendo motivos humanitarios, sólo para ignorar a ese país una vez que la diversión del triunfo militar había pasado, dejando tras de sí anarquía y un régimen militar que diseminó la inestabilidad a través de la región y alimentó la crisis de los refugiados.

Estados Unidos y sus aliados europeos continúan invadiendo, ocupando y bombardeando países predominantemente musulmanes, mientras apuntalan a sus tiranos más brutales, y luego fingen desconcierto acerca de por qué alguien querría atacarlos de nuevo, lo que justifica nuevas limitaciones a las libertades más básicas y más bombardeos y ocupaciones.

El auge del Estado Islámico y el apoyo que encontró en Irak y Libia fueron subproductos directos de las acciones militares de Occidente (incluso Tony Blair lo admitió con respecto a Irak). Las sociedades occidentales siguen desviando enormes recursos hacia el armamento militar y las prisiones para sus ciudadanos, enriqueciendo a las facciones más poderosas en el proceso e imponiendo duras medidas de austeridad a las vapuleadas masas. En suma, las élites occidentales prosperan mientras todos los demás pierden la esperanza.

Éstos no son errores aleatorios y aislados, son subproductos de patologías culturales fundamentales dentro de los círculos de élite occidentales, podridos hasta lo más profundo. ¿Por qué las instituciones que han escrito en repetidas ocasiones tales parodias, y extendido la miseria, deberían seguir gozando de respeto y credibilidad? No deberían, y ya no lo hacen. Como Chris Hayes advirtió en su libro de 2012 Twighliht of the Elites (El crepúsculo de las élites), “teniendo en cuenta tanto el alcance como la profundidad de esta desconfianza (en las instituciones de élite), está claro que estamos en medio de algo mucho más grande y peligroso que sólo una crisis de gobierno o de una crisis del capitalismo. Estamos en medio de una amplia y devastadora crisis de autoridad”.

Espacio para figuras malignas

Es natural –e inevitable– que las figuras malignas intenten explotar este vacío de autoridad. Toda clase de demagogos y extremistas tratarán de dirigir nuevamente la ira de las masas para sus propios fines. Las revueltas contra las instituciones de élite corruptas podrían marcar el comienzo de la reforma y el progreso, pero también pueden crear un espacio para los impulsos tribales más nocivos: la xenofobia, el autoritarismo, el racismo y el fascismo. Uno ve todo eso, bueno y malo, manifestándose en los movimientos antisistema a lo largo y ancho de EU, Europa y el Reino Unido, incluyendo el Brexit. Todo esto podría resultar vigorizante, o prometedor, o desestabilizador o peligroso, lo más probable es que sea una combinación de todo ello.

La solución no es aferrarse servilmente a las instituciones de élite corruptas por miedo a las alternativas. Es, en cambio, ayudar a enterrar esas instituciones y a sus líderes y luego luchar por mejores sustituciones. Como Hayes planteó en su libro, el reto es “encaminar la frustración, la ira y la alienación que todos sentimos hacia la construcción de una coalición transideológica que en realidad pueda desalojar del poder a la elite post meritocrática. Una que reúna el sentimiento insurreccional sin caer en el nihilismo y la desconfianza maníaca y paranoide”.

Las élites corruptas siempre tratan de persuadir a la gente de seguir sometiéndose a su dominio a cambio de protección contra las fuerzas que son incluso peores. Ése es su juego. Pero en algún momento, ellas mismas y su orden imperante se vuelven tan destructivas, tan engañosas, tan tóxicas, que sus víctimas están dispuestas a apostar a que las alternativas no serán peores, o al menos se deciden a abrazar la satisfacción de escupir en las caras de los que no han mostrado más que desprecio y condescendencia hacia ellas.

No hay una explicación unificadora para el Brexit, o el fanatismo por Trump, o por el creciente extremismo variopinto que se disemina por todo el occidente, pero esta sensación de furiosa impotencia –la incapacidad de ver una opción distinta a aplastar a los responsables de su situación– es, sin duda, uno de los principales factores. Como Bevins lo planteó, los partidarios de Trump, el Brexit y otros movimientos anti sistema, “no están motivados tanto por su fe en que los proyectos alternos vayan a funcionar de verdad, sino más por su deseo de decir JÓDETE” a aquellos que creen (con muy buena razón) que les han fallado.

Obviamente, aquellos que son objeto de esta rabia en contra del sistema –las élites políticas, económicas y de los medios de comunicación– están desesperados por exonerarse, por demostrar que no son responsables del sufrimiento de las masas que ahora se niegan a ser obedientes y silenciosas. El camino más fácil para lograr ese objetivo es simplemente demonizar a quienes tienen poco poder, riqueza o posiblemente son igualmente estúpidos o racistas: esto ocurre sólo porque son primitivos e ignorantes y llenos de odio, no porque tengan alguna queja legítima o porque yo o mis amigos o mis instituciones de élite hayamos hecho algo malo.

De hecho, la reacción de los medios a la votación del Brexit –llena de rabia irreflexiva, condescendencia y desprecio hacia los que votaron mal– ilustra perfectamente la dinámica que, para empezar, originó el fenómeno. Las élites mediáticas, en virtud de su posición, adoran el status quo. Éste las recompensa, las viste de prestigio y posición, las acoge en círculos exclusivos, les permite estar cerca (si no es que ostentarlo ellas mismas) del poder dentro de su país y en el mundo, les proporciona una plataforma y las llena de estima y propósito. Lo mismo puede decirse de las elites académicas, las financieras y las élites políticas. A las élites les gusta el status quo que les ha dado, y luego protegido, su posición de élite.

Las élites están muy lejos del sufrimiento que provoca esos sentimientos antiestablishment, por lo que buscan en vano alguna razón que pueda explicar algo así como el Brexit, o los movimientos que condenan al establishment a izquierda y derecha, y sólo pueden encontrar una manera de procesarlos: Estas personas no están motivadas por ninguna queja legítima o una carencia económica, simplemente se trata de ingratos, inmorales, resentidos, racistas e ignorantes.

¿Las urnas son una opción?

Aún más importante, el mecanismo que se espera que los ciudadanos occidentales usen para expresar y rectificar su insatisfacción –las elecciones– en buena medida ha dejado de servir a cualquier función correctiva. Como Hayes lo planteó en un tuit sobre el Brexit ampliamente citado publicado la semana pasada:

“No quiero un futuro en el que la política sea primordialmente una batalla entre el capitalismo financiero cosmopolita y un contragolpe etnonacionalista”.

Pero ésa es exactamente la decisión planteada no sólo por el Brexit sino también por las elecciones occidentales en general, incluyendo la campaña de Clinton contra Trump (basta con ver al poderoso conjunto de magnates de Wall Street y neoconservadores amantes de la guerra que –mucho antes de Trump– vieron a la el exsenadora demócrata de Nueva York, y ex secretaria de Estado como su mejor esperanza de que su agenda e intereses fueran bien atendidos). Cuando la democracia se conserva sólo en la forma, es estructurada para cambiar poco o nada acerca de distribución de poder, las personas buscan alternativas naturales para la reparación de sus males, especialmente cuando sufren.

Afirmar que los partidarios del Brexit, Trump, Corbyn o Sanders o que los partidos antiestablishment europeos a la izquierda y la derecha están motivados únicamente por el odio, pero no por un padecimiento económico o una opresión política genuinos es una táctica transparente para exonerar a las instituciones del status quo y evadir la responsabilidad de hacer algo para combatir la corrupción en su seno.

Pero hay algo más profundo y más interesante que motiva la la reacción de los medios aquí. Los medios fieles al establishment no son forasteros, todo lo contrario: están completamente integrados en las instituciones de élite, son herramientas de esas instituciones y, por lo tanto, se identifican plenamente con ellas.

Por supuesto no comparten y no pueden entender los sentimientos antisistema: también son el objetivo de esta revuelta contra el establishment. La reacción de los periodistas a este contragolpe es una forma de autodefensa.

Hay muchos factores que explican por qué los periodistas del establishment de hoy casi no tienen capacidad para contener la ola de odio contra el sistema, incluso cuando ésta es irracional y movida por impulsos innobles. Parte de ello es que el internet y las redes sociales los han vuelto irrelevantes, innecesarios para difundir ideas. Parte de ello es que –debido a la distancia que los separa– no tienen nada que decir a la gente que sufre o está molesta con ellos más que descalificarla como resentida y perdedora. Eso se explica, en parte, porque los periodistas –como cualquier otra persona– tienden a reaccionar con amargura y rabia y no se autoevalúan cuando pierden influencia y estatura.

El Brexit –a pesar de todo el daño que pueda causar y a pesar de todos los políticos malintencionados a los que empoderará– podría ser un desarrollo positivo. Pero eso requeriría que las élites (y sus medios de comunicación) reaccionen al shock de este repudio dedicando algún tiempo a reflexionar sobre sus propios defectos y analizando lo que han hecho para contribuir a tal indignación masiva para formar parte en la corrección del rumbo.

Pero, como de costumbre, eso es exactamente lo que más se niegan a hacer. En lugar de reconocer y abordar los defectos fundamentales dentro de sí mismos, dedican sus energías a demonizar a las víctimas de su corrupción. Esa reacción sólo sirve para reforzar las percepciones de que estas instituciones de élite son irremediablemente fieles a nada más que sus propios intereses, tóxicas y destructivas y, por lo tanto, no puede ser reformadas, sino que más bien deben ser destruidas. Eso, a su vez, sólo garantiza que habrá muchos más Brexits y Trumps en nuestro futuro colectivo.

DATO 1

votación. El jueves 23 de junio, 51.9 por ciento de los británicos (17.4 millones de personas) votó en favor de abandonar la Unión Europea, contra 48.1 por ciento se pronunció en contra.

DATO2

el dato. El resultado no fue uniforme en todo el Reino Unido. A favor del Brexit votó Inglaterra y Gales, mientras que Escocia, Irlanda del Norte y Gibraltar se pronunciaron por la permanencia.

FRASE

Los partidarios de Trump, el Brexit y otros movimientos antisistema no están motivados tanto por su fe en que los proyectos alternos vayan a funcionar de verdad, sino por su deseo de decir ´jódete´ a aquellos que creen que les han fallado.” Vincent Bevins, articulista de Los Angeles Times