El día después de la elección de este martes no habrá hecatombe y tampoco una fácil reconciliación. Hilary Clinton y Donald Trump distan mucho de ser personajes populares y aceptados de la vida política estadounidense y realmente ninguno de ellos parece properly fit for any presidency. Los votantes quedaron atrapados entre las mentiras, racismo, oculta y abierta xenofobia, fechorías y dobles discursos. La inclusión del menos apto es parte de las características de los sistemas contemporáneos.
A partir de mañana, cuando probablemente Hillary haya conseguido una reñida victoria, comenzaremos a ver los efectos de una disputa agria, baja, escasamente programática y en un contexto de polarización. La escasa diferencia entre ambos y la amenaza de Trump acerca de no aceptar los resultados de la elección nos recordará inevitablemente la polarización que vivimos en México en 2006. Es probable al final que Trump, derrotado, rectifique.
La elección de este martes es, por encima de todo, una entre la capacidad de los políticos del establishment y la de un maverick opositor que se impuso sobre su partido, estableció de principio a fin el tono y contenido de la agenda y estuvo a punto de ganar la elección. Estados Unidos es una democracia avanzada, mucho menos costosa y mucho más eficiente que la mexicana, pero igualmente predispuesta a la ausencia de debate programático.
La guerra electoral entre los Clinton y Trump visibiliza las insuficiencias profundas del conjunto del sistema. Lo resumo así: de un lado se nos indica que la democracia debe subrayar la inclusión en todo aspecto, sin embargo, al tener dos candidatos polares, representantes del mismo sistema de valores expresados con tonos más o menos primarios, es irrelevante la inclusión.
La campaña se concentró en la desacreditación de la persona porque, al final, el programa de los Clinton y Trump es bastante semejante y porque, detrás de la disputa electoral contemporánea importa menos qué es para enfatizar en su lugar, quién es.
Que el mundo se prepare.
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