Collar de lágrimas

23 de Abril de 2024

Diana Loyola

Collar de lágrimas

diana loyola

La pequeña báscula marca dos gramos exactos. Ella recoge las bolitas de cobre puro que usará para ligar la plata en granalla que ya tiene en el crisol, nota que esa ollita de barro tiene en su vidriado un hermoso brillo tornasol. Enciende el soplete y dirige la flama directo al molde donde vaciará el metal. Su mirada se pierde en el fuego, se siente triste, se sabe enferma emocional y no tiene el valor de enfrentarlo. Cuando se da cuenta ya está derritiendo la plata, el reflejo creado por la fundición constante de metal le permite asomarse a sus pensamientos mientras controla el proceso. Piensa en él y en esa relación que le lastima más de lo que le nutre. El calor intenso que le irradia el metal fundido le calienta la cara y le reseca los ojos, lo siente también en el pecho y lo agradece, al menos por un momento ese frío perenne encuentra alivio. Lo conoció hace mucho, cuando su cuerpo no conocía de redondeces. Pasaron años de relaciones intermitentes, descubriendo en cada reencuentro que podían pertenecerse. ¿En qué momento me rendí al amor?, pensaba mientras tomaba con las pinzas la vasija con el metal ya líquido. Con cuidado lo vertió en una canal de hierro, asombrada siempre por la torpe fluidez del metal cuando el molde no está suficientemente caliente. “Así los humanos, se dice, nos atoramos con el menor de los pretextos”. Cambia de pinzas para poder recoger la burda y brillantísima barrita de plata, para enfriarla la sumerge en la cubeta con agua y ve el reflejo de su rostro deformado, los ojos hinchados de llorar. Se siente harta y no entiende por qué no lo puede dejar. Es difícil estar bien con él y aun más, estar lejos. Es adicta y no lo sabe. Con un paño seca el metal con esmero y camina sin mucha conciencia a la trefiladora, esa enorme maquina que le ayudará a adelgazar la barra hasta poderla hacer alambre. La enciende y comienza a pasar la plata de un trefilo a otro, y en su mente recorre las etapas que ha vivido con él, las risas y los muchos llantos, los encuentros explosivos, las peleas interminables… hasta que el metal se vuelve tan duro que debe “recocerlo” (pasarlo por el fuego y el agua para suavizarlo y así poder seguir adelgazándolo), lo hace con desgano y recomienza su tarea, pensando que esta vez debe hacer algo definitivo con esa relación. Por fin puede pasar el hilo de plata por la serie de agujeros de la hilera para reducir su diámetro y volverlo redondo, aunque el hilo cuadrado que sale de la trefiladora siempre le ha parecido hermoso. Con ímpetu jala una y otra vez el fideo metálico, que sale más pulido conforme lo adelgaza. Jala con rabia, con furia, convierte su frustración en fuerza y sigue y sigue… recoce el metal y vuelve a la faena, suda y jala, jala y llora. Por fin el calibre del metal es el correcto. Para, se hinca y lava sus ojos mientras sus manos enrollan el hilo metálico. El cansancio la vence, pero ella nota que no es físico, es el alma que se siente desgastada, maltratada so pretexto del amor. Se sienta en su mesa y corta con precisión y una segueta pequeños tramos de ese hilo metálico. Los acaricia con una lima para afinar los bordes, y siente la necesidad de tratarse con la misma delicadeza y esmero. Con las pinzas redondas les da formas orgánicas, sinuosas, y nota que sus manos son una extensión de lo que lleva dentro. Se vacía en figuras y las une, las suelda y cada vez se siente más decidida. Necesita imponer su bienestar y decide dejarlo. Con papel de lija afina la pieza, la mima, la roza con cuidado y cuando está limpia, la pule. Se da cuenta que sus ojos ya no lloran, nota que una calma interna la deja respirar, sí, aunque le duela es lo correcto. Dejar esa relación le dará paz, aunque al principio sea difícil. Lava la pieza que de tan pulida refleja la luz como un espejo. La envuelve en franela y la mete en su bolsillo. Lo verá esta tarde y piensa regalársela antes de irse con un “Gracias, gracias siempre”. @didiloyola