De músicos

19 de Abril de 2024

Luis Alfredo Pérez

De músicos

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Esta semana comencemos con un flashback: hace veinte años tuve la oportunidad de ser algo así como el chico de los recados de la Sociedad Artística Tecnológico en Monterrey, que en aquel entonces organizaba cada año una temporada con diez espectáculos, la mitad de los cuales solía ser de música clásica.

Después de ayudar en lo que tuviera que hacer, solía ver los espectáculos entre las piernas del escenario o en una butaca en la primera fila, donde tenía a los artistas a unos cuantos metros. De los violinistas siempre me impresionaron tres cosas: la manera en que se movían mientras tocaban, como si estuvieran dentro de un flujo invisible, y que desde fuera parecía incompatible con la precisión en el sonido; que siempre tocaban con los ojos cerrados; y por último su respiración: cómo inhalaban violentamente antes de ejecutar ciertas partes, y como al final exhalaban como si salieran de un trance.

En alguno de esos años llevé al aeropuerto a un violinista ruso, y le pregunté en que había estado pensando mientras tocaba la noche anterior. Después de un momento me contestó, “En nada. Mi mente no estaba pensando, propiamente.”

“¿Por qué te movías así?” “¿Cómo?” Se lo expliqué. “¿No te das cuenta?” “No”, me dijo. “No es consciente.”

El recuerdo de esa época me vino de golpe hace unos días, mientras escuchaba a un músico narrar la historia de su vida.

Robin Proper-Sheppard nació en San Diego, y al terminar la preparatoria formó un grupo de rock pesado con amigos: “The God Machine”. Las cosas no avanzaban lo suficientemente rápido en su ciudad natal, así que se marcharon a Nueva York. Ahí conocieron al manager de un relativamente famoso grupo inglés, que les aseguró que, si lo deseaban, podía darles trabajo en la gira por Europa, para que ganaran algún dinerillo y conocieran mundo.

Las cosas en Nueva York tampoco debían de moverse a suficiente velocidad, así que después de un tiempo reunieron sus ahorros, tomaron un vuelo a Londres y llamaron al manager desde el aeropuerto. El resto de la escena nos la podemos imaginar: el hombre debió de preguntarles, “¿Qué están en dónde?”, antes de decirles que lo sentía mucho, etcétera.

Apenas tenían dinero, pero decidieron quedarse en Europa. Robin se dio cuenta de que lo que sucedió tiempo después fue un golpe de suerte: en una ciudad tan grande como Londres, fueron a dar, sin saberlo ni proponérselo, a uno de los barrios donde más alta era la efervescencia musical underground.

Con el paso del tiempo “The God Machine” se fue haciendo un nombre, y firmó un contrato con una multinacional. Su primer álbum tuvo un éxito razonable, pero mientras grababan el segundo algo iba mal con el bajista, que tenía dolores de cabeza cada vez más fuertes y frecuentes. Los doctores le daban analgésicos, hasta que finalmente aceptaron hacerle una tomografía. Lo pusieron en el aparato y ahí mismo murió, con un tumor en el cerebro.

El otro integrante del grupo decidió regresar a San Diego. Robin fundó su propio sello de discos y un nuevo grupo, Sophia, con letras más introspectivas y sonido melódico.

Su éxito ha sido relativo, pero le permite a Robin hacer algo completamente opuesto al mainstream. En vez de dar conciertos multitudinarios, da conciertos íntimos. No hablo de teatros pequeños ni de bares, sino de salas de casas privadas.

Lo sé porque a principios de año dio un concierto en la casa de un amigo en Maastricht, al que sólo asistimos treinta personas porque no cabíamos más. Antes de cada canción Robin explicaba su génesis (hijas recién nacidas, amores rotos, amigos muertos…). Después de la primera se quitó las botas, y todas las cantó con los ojos cerrados. Pero lo que más me impresionó fue que se movía exactamente como los violinistas de música clásica, sólo que con una guitarra acústica, y que al final de cada canción pasaba un segundo antes de que abriera los ojos y exhalara, como si también él despertara de un trance.

Toda mi vida he escuchado a mi alrededor discusiones sobre si X música es mejor que Y; y si aceptamos que sí, la discusión después es que Fulano es bueno, pero el que realmente es un genio es Zutano, y en cambio Mengano es un burro sobrevalorado. Lo realmente interesante, sin embargo, es lo que la música, sea del género que sea, produce en quienes la escuchan, pero también en quienes la hacen.

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