El Trump tóxico

25 de Abril de 2024

El Trump tóxico

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Cuando Trump se dé cuenta de que no cumplirá con sus promesas, volverá a atacar

Por Mark Danner*

El nuevo presidente de Estados Unidos es un improvisador, un hombre que juega a las fantasías de la gente y que logró intoxicar a toda una nación con la promoción del resentimiento.

Sin embargo, cuando se dé cuenta de que no podrá cumplir con la grandeza de sus promesas, volverá a atacar. Y las instituciones estadunidenses estarán a prueba

1. Justo cuando los dolores punzantes en las piernas se habían vuelto casi insoportables —habíamos estado de pie, diez mil de nosotros, abarrotados codo a codo, durante más de cinco horas—, la puerta de metal del hangar resonó de nuevo como una gran cortina blanca y reveló El Avión: rojo, blanco y azul con su nombre estampado en uno de sus lados en su inevitable dorado (con todos sus accesorios también chapados en oro de 24 quilates, incluyendo los cinturones de seguridad), y pronto, mientras la silueta familiar se materializaba en la puerta, extendiendo un brazo, todo ese dolor de miles de piernas y espaldas y cuellos estirándose parecía sacarnos a todos nosotros un gran rugido que se estrellaba y resonaba en las paredes metálicas del gigantesco edificio.

Algunas manos que se habían agitado en lo alto instintivamente bajaron para cubrir los oídos, pero la gran mayoría de ellas sujetaba teléfonos y cámaras y, de repente, todo lo que podía verse entre los cientos de pancartas (“Trump: Make America Great Again”, “Hispanos por Trump”, “Mujeres por Trump”, y por supuesto “La mayoría silenciosa apoya a Trump”) fueron miles y miles de pequeñas pantallas, colocadas hacia arriba y hacia adelante en esa actitud curiosamente contemporánea de culto, la que reprodujo a través de la multitud turbulenta una matriz de esplendor puntillista de su rostro (el que reflejaba una confianza sólida como una roca, la barbilla levantada y la mandíbula apretada), su camisa blanca de vestir, un elegante traje azul Brioni azul y, por supuesto, coronándolo todo mientras se abría paso saludando y bajaba lentamente la escalera frente al avión, la gorra roja con la leyenda “Make America Great Again” conteniendo el peinado desafiantemente ridículo. Comenzó, dirigiéndose a la clase obrera de Moon Township, a la sombra de las viejas acererías de Pittsburgh:

“En dos días vamos a ganar el gran estado de Pennsylvania y vamos a recuperar la Casa Blanca. (Gritos de emoción)... Cuando ganemos, traeremos el acero de vuelta, traeremos el acero de vuelta a Pennsylvania, como solía ser. Estamos devolviendo el trabajo a nuestros acereros y nuestros mineros. Traeremos de vuelta a las empresas de acero que alguna vez fueron grandes”.

Esa visión orgullosa de un futuro en el que el pasado será restaurado motivó un alud de aplausos entre la multitud. Por la fuerza, el hombre con el avión dorado devolvería al pueblo la gloria que una vez tuvo. ¿Cómo lo haría? En primer lugar, mediante su propia ascensión, porque él estaba aquí para afirmar que esas fábricas de acero y minas y buenos empleos se habían perdido a través de la traición. Estaba allí para señalar la puñalada por la espalda y para ofrecerse a vengarla:

“No vamos a permitir que nuestros trabajos sigan siendo sacados del país… Vamos a regresar los empleos y la riqueza que nos han sido robados. Las políticas económicas de Bill y Hillary Clinton han desangrado a Pennsylvania. Ustedes lo saben, yo lo sé, lo hemos visto”.

¡Las grandes satisfacciones de una política de la villanía! Historias complejas sobre el avance tecnológico y el cambio social narradas a lo largo de décadas se disuelven en una mueca satisfecha de sí misma en un rostro lleno de odio. A mi alrededor la vi reproducirse en los botones, camisetas y sudaderas que decían “Crooked Hillary” (Hillary deshonesta) y “¡Hillary a la cárcel!”. “’Hillary Clinton asesina a niños!”, gritó una mujer de mediana edad mientras esperaba en la fila de más de tres kilómetros. “Se ha demostrado. Hillary Clinton, viola y asesina a niños”.

Poco antes, me enteré gracias a un pequeño empresario, que la exsecretaria de Estado era “una alcohólica degenerada”, y que el director del FBI, James Comey, estaba bajo vigilancia “para evitar que se suicide”; las últimas palabras fueron pronunciadas con sarcasmo y fueron seguidas por un círculo de cabezas que asentían sonriendo, porque, por supuesto, hasta el momento en sus carreras “los Clinton han matado al menos a veinte personas”.

Esas palabras fueron pronunciadas con calma, por gente con niños y autos y empleos, personas que ven la televisión y asisten a las juntas de padres de familia y tal vez incluso leen los periódicos. Y, por supuesto, escuchan la radio, que había lanzado teorías de la conspiración sobre los Clinton durante décadas. Así pasamos horas esperándolo, lanzando sobre nuestras cabezas dos enormes pelotas de playa de color rojo, blanco y azul con las palabras “Crooked Hillary”, escritas prominentemente sobre ellas. ¡Péguenle! ¡Péguenle más fuerte!

La verdad es que después de décadas de ataques y sus propios errores —los prominentes correos electrónicos que componen el escándalo simbólico perfecto, ya que, debido a su falta de contenido, no había manera de que pudieran ser reivindicados; los honorarios que cobraba por dar una conferencia, los que recordaban a los votantes que la pareja presidencial había dejado a la Casa Blanca “en la ruina” y que de alguna manera tenía que enriquecerse hasta alcanzar los cientos de millones de dólares— Hillary Clinton despertaba la desconfianza en la mayor parte del país y era odiada y despreciada por los seguidores de Trump de una forma más intensa y salvaje que la que los partidarios de Clinton rechazaban a Trump. Ellos le temían; juraron y verdaderamente creyeron que si la candidata ganaba “dejaríamos de tener un país”.

Que Clinton perdió por muy poco la elección más de lo que Trump la ganó se ha convertido en un lugar común. Si una parte de la razón detrás de los ataques fulminantes contra la “Crooked Hillary” buscaba mitigar la participación entre sus partidarios más ambivalentes, entonces seguramente la estrategia funcionó, porque la “oleada latina” no se hizo sentir, tampoco la de las mujeres, de hecho ninguna que pudiera hacer frente a la oleada de la “clase trabajadora blanca”, en la que el republicano superó a la demócrata por 40 puntos entre los votantes blancos que no habían terminado la universidad, muchos de los cuales habían votado por Obama. Para Trump, apenas fue suficiente. Aunque ganó casi dos millones de votos menos que Clinton en todo el país —la quinta vez en dos siglos y medio en que el candidato presidencial perdedor ganó más votos— Trump ganó los tres estados críticos de Michigan, Wisconsin y, sí, Pennsylvania, por poco más de 100 mil votos en total, o un 0.09 por ciento de todos los votos emitidos. Los 107 mil votantes que hicieron presidente a Donald Trump cabrían en un estadio de futbol.

2. Donald Trump ofrece un teatro político tan bien trabajado —su narcisismo descomunal es algo fascinante de ver– que despertar de ese sueño es darse cuenta bruscamente de que no tiene contenido detrás de él. Sus afirmaciones, enmarcadas en un lenguaje simple, concreto y direct no son declaraciones políticas, sino más bien desvaríos incansables del ciudadano de a pie, algunos de ellos, por ejemplo, sobre cómo Estados Unidos está siendo “estafado” en el comercio internacional, un tema que se remonta a décadas, otros más sobre “el desastre” de Obamacare, en particular, la que combate únicamente desde que se convirtió en candidato presidencial. Él es un maestro cuando se trata de moldear los resentimientos de clase más arraigados y un artista que adopta actitudes como si fueran disfraces, pero que reflejan y encarnan una tremenda ira.

Él es un artista consagrado —un desarrollador multimillonario con un acento neoyorkino y actitud de tipo duro— y mientras navega entre los aplausos y gritos de apoyo nada puede ser más claro que el hecho de que él entiende a su público. Lo ha hecho desde hace más de tres décadas, como un héroe de las caricaturas políticas en los tabloides de Nueva York. “Cuando hablábamos sobre todo con inmigrantes, inmigrantes recién llegados que leían el Daily News, siempre querían saber sobre Donald Trump”, dijo el columnista del diario George Rush a los autores de Trump Revealed.

›Para ellos, él encarna el sueño americano. El consumo excesivo y visible no es algo negativo para muchas personas en Nueva York. Es algo cómico lo que él hizo. Siempre sentí que Donald estaba al tanto de los chistes, pero ahí es donde le gusta vivir.

Muchas de las multitudes gigantescas que lo han visto desde hace años despidiendo gente por televisión en horario estelar también valoran los chistes, pero sólo hasta cierto punto. Mientras esperaba afuera del hangar en Moon Township, un hombre de unos sesenta años detrás de mí que vestía pants y una sudadera con la leyenda Trump-Pence dio un paso fuera de la fila y estiró el cuello, mirando hacia atrás, donde miles esperaban su turno para entrar y alargaban la línea por más de tres kilómetros —muchos de ellos vestidos de rojo, blanco y azul, con camisetas estampadas con Trump-Pence, gorras de Trump, botones de Trump—, y pronunció en un tono de satisfacción largamente esperada:

“Ah, esto es todo: la clase obrera blanca de Estados Unidos. Los que pagan por todos los demás. Finalmente llega alguien que va a hacer algo por nosotros”. ES DE INTERÉS | Trump, reprobado antes de empezar El muro será diseñado como una ratonera Sin estrategia para renegociar el TLCAN Bannon vislumbra un imperio Trump-Putin Lo “abuchean” en redes previo a la asunción

Después de todo lo que se habló de la crisis financiera de 2008, ese sentimiento —“que unos pagan por otros”— proviene de un lugar mucho más profundo. “Los otros” no trabajan. Son los abusivos del sistema, por cortesía de la élite corrupta que creó y perpetuó programas para apoyarlos a cambio de que esos “otros” votaran por ellos para que conservaran el poder. Y la mayoría de los otros —algo que no puede decirse gracias a la maldita “corrección política” que nos cubre y nos asfixia como una cobija— tiene rostros más oscuros y viene de otro lugar.

Pero Trump no tiene miedo de decirlo. La manera como estremeció a la clase política desde el inicio fue la raíz de su atractivo. Dice que no se dejará intimidar, que no va a dar marcha atrás. Con sus trajes de fantasía, su enorme avión y su helicóptero, es el macho alfa, un sujeto arrogante a quien lo le importa nada, dice lo que quiere y no se venderá ante la élite, entendida ésta en su sentido más amplio: la gente que dirige el gobierno, los que escriben las noticias y los editoriales, los que producen los programas de televisión y las películas.

Por supuesto, él conoce a todas esas personas, ha llegado a la cima codeándose con ellas y para él resultan profundamente intrascendentes. Él sabe que engañan y mienten y lo dice claramente; toda su campaña es una afirmación del hecho. Me dijeron en repetidas ocasiones que las encuestas —que días antes de las elecciones daban a Clinton una ventaja de tres o cuatro puntos, una estimación ique ncluso Trump creyó— eran “mentiras, como todo lo demás que dicen los medios”.

Y ahora la elección probó justo eso. Fue un doble repudio, de la élite y todo lo que representa, y de lo que dice, lo que había estado diciendo sobre Trump, pero también de la propia elección. Fue la prueba de que la élite está perdida, empezando por Obama y Clinton. Fue una declaración masiva de que “mienten todo el tiempo”. Miren cómo mintieron acerca de la elección. ¡Les estamos demostrando que mienten!

Si Donald Trump en verdad tolera los chistes, como dijo el columnista del Daily News, es claro que algunos de sus más ardientes seguidores no. “Finalmente llega alguien que va a hacer algo por nosotros”. ¿Qué sería exactamente ese algo? ¿De verdad Trump traerá “el acero de vuelta a Pennsylvania, tal como solía ser”? ¿Cómo haría exactamente para devolver el trabajo a acereros y mineros? ¿Cómo va a revertir tres o cuatro décadas de la historia? Mediante la imposición de un arancel del 35 por ciento, con la colaboración, presumiblemente, de la mayoría en el Congreso controlado por los republicanos.

No importa. Desde el primer día les daría un “cambio real”. Después de las palabras de apertura sobre el empleo y el acero, dijo cosas aún más aplaudidas:

“El cambio real comenzará inmediatamente, derogaremos y reemplazaremos el desastre conocido como Obamacare... No se preocupen. Nos estamos deshaciendo de ella. Ustedes recibirán una gran atención a una fracción del costo. Así que no se preocupen por ello”.

Desde entonces, ha quedado claro, si no lo estaba ya, que cuando Trump se comprometió a dar a la gente un “gran cuidado de la salud, a una fracción del costo”, como lo ha hecho en todos los aspectos de la campaña durante más de un año, no sólo no tenía ningún programa para reemplazar Obamacare —un plan que actualmente asegura el acceso a la salud de más de 20 millones de estadunidenses–, sino que también tenía muy poca idea de lo que Obamacare es en realidad.

Trump ha pronunciado algunos de los sentimientos más lisa y llanamente ideológicos entre los candidatos presidenciales en la historia de Estados Unidos, incluyendo estas líneas notables que le escuché escupir el 13 de octubre pasado —cuando doce mujeres lo acusaron públicamente de acoso sexual—, durante un acto en West Palm Beach, Florida:

Hillary Clinton se reúne en secreto con bancos internacionales para conspirar la destrucción de la soberanía de Estados Unidos con el fin de enriquecer a estas potencias globales financieras, sus amigos con intereses especiales, y sus donantes...

“Esta elección determinará si somos una nación libre o si sólo tenemos la ilusión de la democracia, pero de hecho está controlada por un pequeño puñado de intereses especiales globales que manejan el sistema, y nuestro sistema está amañado...

Nuestra clase política corrupta es el poder más grande detrás de los esfuerzos de globalización radical y la privación de derechos de los trabajadores. Sus recursos financieros son prácticamente ilimitados, así como sus recursos políticos, y sus recursos mediáticos son incomparables”.

Como muchos han señalado, palabras y sentimientos como éstos —banqueros internacionales, conspiración, “puñalada por la espalda”— no habrían estado fuera de lugar en la Alemania de principios de 1930. También resulta difícil discernir las diferencias entre los ecos de tales diatribas y los Protocolos de Sion. Los aplausos en la sala eran ensordecedores, marcados por cantos feroces de “¡traición!” y “¡CNN apesta!” dirigidos a los reporteros presentes.

Escuchar tales palabras gritadas por miles de voces furiosas en esta sala ruidosa en una tarde calurosa en West Palm Beach fue una experiencia bastante aterradora. Prensado en medio de la multitud, mientras escribía en mi libreta —me había escapado de la zona designada para la prensa— sentí más que un leve malestar por las miradas de molestia y sospecha. Y, sin embargo, a pesar de todo quedé impresionado por un cierto absurdo. Había algo teatralmente estridente y anacrónico sobre el discurso, escrito por el nacionalista blanco, exgerente de Goldman Sachs y director de Breitbart News, Steve Bannon.

El odio al otro que Trump había cultivado con tanta habilidad durante toda la campaña — el retrato de los inmigrantes ilegales como violadores y asesinos, las afirmaciones de que los mexicanos y chinos y otros se habían “robado nuestros puestos de trabajo”, la insistencia en que los aliados en Europa y Asia eran abusivos calculadores que usurpaban las protecciones del poder estadunidense— tenía un precedente en su retórica pública, y su uso le dio grandes beneficios políticos, no sólo entre la clase trabajadora blanca, sino en la élite horrorizada que aseguraba que sus palabras dominara todos los noticiarios. Pero los tropos marcadamente antisemitas articulados en West Palm Beach parecían venir de otra parte, en este caso un intelectual blanco nacionalista —o “un nacionalista, un nacionalista económico”, como Bannon prefiere— cuya retórica calculadamente inflamada Trump parecía desatar de forma oportunista en un momento de ira y vulnerabilidad.

Trump, después de todo, había sido atacado, por los que filtraron a Access Hollywood la notoria grabación en la que se le escuchaba decir “grab them by the pussy” [agárralas de la vagina] y por la docena de mujeres que lo confrontaron acusándolo de acoso. Y después de haber sido atacado, siguió su máxima de “devolver el golpe veinte veces más fuerte”. Sin embargo, uno sentía una desconexión: Donald Trump no es un ideólogo. Donald Trump es un promotor: promueve el resentimiento y la fantasía. “Yo juego a las fantasías de la gente”, escribió en su libro más famoso.

“La gente no siempre puede pensar en grande por sí misma, pero aun así puede emocionarse mucho por los que sí lo hacen. Es por eso que un poco de la hipérbole nunca viene mal. La gente quiere creer que algo es lo más grande, lo más genial y lo más espectacular. “Yo la llamo hipérbole veraz. Es una forma inocente de exageración y una forma muy efectiva de promoción. Yo juego a las fantasías de la gente. Fantasías oscuras y claras. Lo más grande, la mejor atención médica por una fracción del costo. No te preocupes. Y los violadores acechando nuestra frontera. Y los banqueros internacionales conspirando con la élite traidora para chupar la sangre a los “verdaderos estadunidenses” que hacen el trabajo en este país. Todo es parte del material para este hombre.

3. Si los problemas de los ciudadanos están ocultos de forma duradera en la política, si un lenguaje político se vuelve tan opaco que ya no significa nada para la gente, entonces ha llegado el momento de que el actor suba al escenario... El público primero quedará asombrado..., pero luego estará encantado y fascinado. Luego viene la etapa final, la transformación del público intoxicado en una nación intoxicada.

Lamentablemente, por lo general son los actores con un daño narcisista quienes se convierten en actores políticos.

Ahora el hombre de altos vuelos, de la energía maníaca y el narcisismo voraz y colosalmente necesitado, tomará juramento como el cuadragésimo quinto presidente de Estados Unidos. Los grupos de cabildeo ya se están reuniendo, los aspirantes a cortesanos, los serviles. Su equipo de campaña fue algo irregular, de una décima parte del tamaño del de Clinton, y fue rechazado por gran parte de los republicanos que normalmente están ansiosos de colaborar con el gobierno, aunque algunos de ellos ahora se están mostrando a sí mismos casi desesperadamente ansiosos por unirse. La pelea por los emolumentos es una gran historia: Washington en el amanecer de la era Trump, una novela picaresca en proceso. Mientras aguardamos, los outsiders políticos se precipitan desde la periferia silvestre, deseosos de convertir sus fantasías, desde la inmigración hasta el comercio y la seguridad nacional, en realidad, una realidad en la que esvásticas y los crímenes de odio aparecen por todo el país, y los políticos locales hablan de “ciudades santuario”.

Y, sin embargo, en un sentido real, la historia principal que vale la pena contar sigue siendo él. Ahora todos somos presa de esa personalidad aberrante, de esa necesidad inmensa y nunca satisfecha. “A todas partes que Donald Trump mira, él ve Donald Trumps”, dijo Mark Singer, citado por Michael Kranish y Marc Fisher en Trump Revealed.

Él no ve mucho al otro. En verdad se vuelve difícil distinguir [la cantidad] de promoción y publicidad... es bueno para los negocios y gran parte de ello busca llenar ese vacío dentro de él.

Ahora llenar ese vacío es nuestro trabajo. No es de sorprender que el presidente electo, frente a la tarea de selección de cuatro mil personas razonablemente calificadas para ocupar el gobierno y el desarrollo de una política o dos que tengan una posibilidad de ser promulgadas, realizó un “Tour de la victoria”, revisitando los estados que ganó y navegando una vez más por esas multitudes gritando que le ofrecen la afirmación en tiempo real que tanto desea.

Cuando regrese tendrá la opción de hacer frente a las contradicciones que ha sembrado como migas de pan detrás de él. Una promesa de deportar a millones de inmigrantes indocumentados, mientras que construye una “pared hermosa e impenetrable” para mantenerlos fuera del país. El compromiso de traer de vuelta las fábricas y puestos de trabajo industriales mediante el desmantelamiento de viejos acuerdos comerciales. La promesa de ofrecer un gran sistema de salud, a una fracción del costo de Obamacare. Una amenaza de bomb the shit [bombardear hasta desaparecer] al Estado Islámico y restituir la práctica de tortura conocida como el “submarino” y matar a las familias de los terroristas. El compromiso de reducir los impuestos en 6 billones de dólares incluso mientras gasta billones más intentando reparar las carreteras, aeropuertos y puentes del país y “reconstruyendo nuestra milicia”, todo mientras elimina el déficit y reduce la deuda nacional.

Donald Trump es un constructor, o en todo caso solía serlo antes de convertirse en una estrella de televisión y un representante de su marca. (“Soy muy bueno en esto”, dijo a Lesley Stahl en Sixty Minutes. “Se llama construcción”). Poner a la gente a trabajar en todo el país vertiendo cemento en su nombre, reconstruyendo el país bajo la grandeza de Trump, muy bien podría ser su redención y daría al menos algunos empleos a la clase trabajadora que añoraba la llegada de un líder que “finalmente va a hacer algo por nosotros”. El programa enfatizará su embotamiento ideológico, si es capaz de reconstruir carreteras y puentes del país, ¿podrá construir nuevos aeropuertos al tiempo que entrega miles de millones de dólares en recortes de impuestos a los estadunidenses? Los republicanos del Congreso, para quienes los recortes de impuestos cuentan más que cualquier otra cosa, va a insistir en compensarlos a través de recortes en el gasto. Éstos no se pueden realizar sin recortar los programas, incluyendo Medicare y Seguridad Social, que el Trump populista se ha comprometido a proteger. La contradicción es cruda y se ve a la distancia, Trump la definió a partir de la ortodoxia del Partido Republicano en cada mitin que encabezó. Si de verdad estará del lado de los hombres y mujeres trabajadores, se verá obligado a probarlo y hacerlo muy pronto.

Por este tipo de decisiones se definiría a sí mismo. Él se ve a sí mismo como el artista de la negociación, pero ha demostrado que rara vez toma la oposición como legítima, después de haber aprendido su política de Roy Cohn, el ejemplo de la filosofía “vete al infierno” —si te joden, jódelos veinte veces más fuerte— y el maestro de la política de la destrucción personal. Cuando Trump comenzó la campaña de cuestionamiento de la nacionalidad de Barack Obama, lo que marcó su nacimiento político, fue puro Cohn, al igual que los ataques personales increíblemente brutales contra los Clinton: Ella miente y miente, y miente de nuevo.

Su alegre falta de respeto por la verdad y su indiferencia a las restricciones del registro público no tienen precedente en un presidente estadunidense y puede encontrar sus paralelos sólo en los líderes europeos de la década de 1930. En éste como en otros asuntos, no hay razón para esperar una transformación completa cuando el candidato Trump se convierta en presidente Trump. Después de todo —en esa resonante afirmación de él seguramente escucha una y otra vez dentro de su cabeza—, él ganó. Todo el mundo le dijo que se estaba destruyendo a sí mismo con peleas y ataques de ira y tuits, y al final ganó. ¿Por qué habría de cambiar, incluso si pudiera?

Lo que cambiará será su poder. Hereda una presidencia que ha sido enormemente inflada por las políticas de guerra contra el terror de George W. Bush y Barack Obama. No es la menor de las ironías que Trump tendrá amplios poderes debido a que su predecesor ha optado por no restringirlos, sino normalizar los poderes cultivados por el “presidente de la guerra” que le precedió. Donald Trump heredará un gobierno en pie de guerra permanente, luchando activamente en seis países (Irak, Siria, Yemen, Libia, Somalia y Afganistán), que para lograrlo hace uso de medios públicos y secretos —incluyendo ataques aéreos y ataques de fuerzas especiales encubiertas— y hacerlo con el beneficio de los poderes bélicos ilimitados concedidos por el Congreso. Él tendrá todas las facultades conferidas por la guerra permanente, por una gran expansión de la CIA y la NSA, y por un aparato de seguridad nacional que desde 2001 casi se ha duplicado en tamaño al tiempo que ha escapado de la mirada del control democrático.

Cuando hable, especialmente sobre la oposición, no será tímido al recordar a los ciudadanos que es su comandante en jefe quien está hablando. Uno puede imaginar que esos recordatorios llegarán rápida y estruendosamente si, por ejemplo, ocurre algún ataque terrorista del que el hombre fuerte y el candidato de la ley y el orden ha prometido proteger al pueblo. O incluso frente manifestaciones masivas que podrían derivar en la muerte de un ciudadano de color, o una serie de ellos, a manos de la policía.

Donald Trump se ha saltado las normas. Hasta el momento eso ha sido suficiente. ¿Hará lo mismo con las leyes? ¿Lo considerará necesario? Apenas una década y media atrás, George W. Bush, cuando determinó que el interés del país exigía que se tortura a los prisioneros, sólo tuvo que encontrar una manera de hacer que su gobierno declarara legal lo que no lo era. Es muy posible que Trump haga lo mismo. Durante sus bulliciosos eventos políticos a lo largo y ancho de todo el país, ha hecho compromisos frente a cientos de miles de seguidores apasionados, y ahora los cortesanos deseosos se están reuniendo, incluyendo figuras como Bannon y Flynn y Sessions, entre otros que durante mucho tiempo han sido considerados radicales, para influir en la política y la ley.

Vamos a ver cómo resulta. Sin embargo, parece previsible que a medida que Trump se encuentre con la oposición, cuando se vuelva evidente que es incapaz de cumplir con la grandeza de sus promesas, va a contraatacar —está en su naturaleza— y veremos cómo es que las instituciones estadunidenses son puestas a prueba. Si resultan fuertes, hay formas en las que Trump puede burlarse de ellas. Los eventos políticos masivos ofrecen una manera. Los gritos de “¡traidor!” son un signo de otra. Trump es un improvisador, un artista, un creador de nuevos mundos. El actor narcisista, el hombre de cantos y danzas de altos vuelos, incluso él apenas puede saber lo que está por venir.

*Texto publicado originalmente en The New York Review of Books