Estampa de la descomposición social en México. Postales de un país crecientemente violento y brutal. Guerrero, al igual que lo han hecho la situación de Michoacán y Tamaulipas, nos habla de un Estado tan incompetente como inútil, nos advierte de una profunda crisis en nuestras instituciones de gobierno.
Primero. En lo que va de este año han sido asesinadas dos mil 68 personas en Guerrero, 231 sólo en noviembre, el mes más letal para los habitantes de la entidad, especialmente en municipios como Acapulco, Chilpancingo, Iguala, Zihuatanejo y Coyuca de Benitez. Sangría imparable que destaca por su brutalidad en un país donde los niveles de violencia son irreales.
Segundo. Un comando armado secuestra a cuatro niños en la casa de su abuela en Acapulco. Los menores aparecen en Nuevo León y las autoridades descubren que la madre contrató a un grupo de criminales para arrancar a los niños de manos de su padre. La contratación de organizaciones criminales como agencias privadas de protección es otra variante en una sociedad que opta por tomar la justicia en sus manos ante el profundo vacío institucional.
Tercero. Más de mil policías federales son enviados a reforzar a las fuerzas estatales ante la ola de inseguridad que desborda en varios municipios de Tierra Caliente, la zona centro y la montaña de Guerrero. Ante contextos de inseguridad y violencia desbordados, nuestras autoridades implementan medidas reactivas cuando la situación exige estrategias más efectivas, mejores esquemas de coordinación y corresponsabilidad, modernización de las fuerzas de seguridad y políticas de seguridad sujetas a rendición de cuentas.
Guerrero es una entidad políticamente fallida, donde la competencia entre organizaciones criminales, la descomposición del tejido social y la ineptitud de las autoridades, por no señalar colusión con la delincuencia, han creado una trampa de inseguridad inmanejable que retroalimenta el círculo vicioso de la exclusión y la violencia. Resulta inconcebible que después de la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa, el escándalo internacional que ha marcado en forma indeleble el curso del gobierno de Enrique Peña Nieto, el pasmo de las autoridades ante ello aún permita que la entidad se hunda irremediablemente en la violencia más brutal.
Entran las fuerzas federales al rescate en un nuevo esfuerzo desesperado por contener la espiral de violencia detonada por las organizaciones criminales. Esta película ya la hemos visto una y otra vez desde hace 10 años y su final es fácil de prever: a través de la intervención federal se estabilizarán los indicadores de violencia e inseguridad, la población podrá sentirse más tranquila y en algunos lugares se recuperará algo de la calidad de vida perdida. Sin embargo, nada de esto llevará a generar mejores capacidades locales y, por el contrario, en unos años nos enteraremos que los recursos para seguridad fueron desviados a campañas electorales o a las cuentas bancarias de algunos funcionarios estatales y municipales.
Guerrero es un caso extremo de la degeneración institucional que enfrenta nuestro país, pero un caso que amenaza con replicarse en un contexto caracterizado por gobiernos ineficaces y opacos, autoridades corruptas e impunidad generalizada. Es tiempo de discutir con seriedad sobre la auscencia de una estrategia de seguridad que pueda funcionar en el contexto de instituciones rotas, desconfianza en autoridades y gobiernos ineficaces que no rinden cuentas. Resolver la trampa de seguridad nacional pasa por un profundo cambio institucional, no sólo reformas legales. Este es un proceso que depende de una exigencia de cambio desde la sociedad civil, el sector privado, universidades y sociedad civil, porque los actores políticos han demostrado que, a pesar del horror de la violencia, no son capaces de ver más allá de sus agendas electorales y partidistas.
Profesor de Relaciones Internacionales y Ciencia Política, UDLAP. Director del Centro de Estudios sobre Impunidad y Justicia, CESIJ. Coautor del Índice Global de Impunidad.