Klimt en París

24 de Abril de 2024

Luis Alfredo Pérez

Klimt en París

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Hace un par de semanas uno de los periódicos nacionales de Holanda se preguntaba, “¿Ha sido demasiado exitosa la mercadotecnia del Rijksmuseum?”

Se refería a la cantidad de visitantes que ha recibido la exposición “Late Rembrandt” (de la cual hablé aquí hace unas semanas), y que de tan grande ha resultado contraproducente, porque dificulta disfrutar de la obra que se expone. He hablado con varias personas al respecto, y todos hemos coincidido: además de inspirados, salimos de la exposición engentados y con ganas de ahorcar a alguien.

Acabo de pasar por otra experiencia semejante. Como también he mencionado en alguna columna aquí, una de las maravillas de París es que, cada vez que uno la visita, encuentra una exposición que no esperaba y que vale la pena, al margen de los archiconocidos museos.

Me sucedió hace un par de años con una exposición sobre la vertiente política de Keith Haring en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de París. Y hace una semana me sucedió de nuevo, con una exposición sobre la Secesión Vienesa montada en la Pinacoteca de París, institución que a pesar de lo rimbombante de su nombre y de estar a tiro de piedra de la iglesia de la Madeleine ––una de las zonas de París donde uno puede comprar cien gramos de cerezas por trescientos pesos––, es sin embargo un edificio sin chiste y una institución sin mayor renombre si se le compara con vecinas como el Louvre o l’Orangerie.

Según comprobé, tampoco tiene mucha experiencia en manejar exposiciones exitosas ni multitudinarias.

Entre las obras de la exposición había un puñado de originales de Gustav Klimt. Aquí debo dar contexto: en la sala de mi casa tengo una reproducción Made in Ikea de un cuadro de Klimt. La expresión de la mujer que aparece en él es tan hermosa, que incluso una reproducción masiva y baratera retiene parte de la belleza del original.

Así que el pasado primero de mayo, como todo lo demás estaba cerrado en París, aproveché para ir a la exposición; la misma idea, naturalmente, que tuvieron centenares de parisinos y turistas, con los cuales hice fila durante dos horas bajo la lluvia, hasta que nos llegó el rumor de que la pinacoteca estaba desbordada y ya no se vendían entradas para ese día.

Al siguiente me encontré en la fila de nuevo, sólo que esta vez llegué antes de que la pinacoteca abriera y tras sólo una hora de espera pude por fin entrar; entre mi boleto, el de mi mujer y el de mi hija, el chiste me salió en ochocientos pesos (o casi tres bandejas de cerezas). Ya adentro descubrí que las instalaciones de la Pinacoteca de París son estrechas, oscuras e incómodas cuando están vacías, pero imagíneselas repletas de gente. Y como iba con mi hija, tenía no sólo que darme prisa para que no comenzara a subirse por las paredes, sino estar al pendiente de que no se fuera a Disneylandia con otro señor.

Sabiendo que me seguramente perdería de varias obras importantes, decidí concentrarme en las obras de Klimt: un desnudo masculino y un retrato de su época de aprendiz, y Judith I y Salome de su época de madurez. El arco que traza un grupo a otro es maravilloso: permite apreciar cómo Klimt dedicó años a aprender a las bases, para después simplificar sus líneas, añadir elementos que en otro habrían sido un disparate, y encontrar sus propios intereses.

Judith I y Salome son dos cuadros que pueden verse durante una hora; todos los días.

Salí pensando que lo volvería a hacer. Volvería a hacer fila dos días, a pasar por la incomodidad, sufrir el engente y gastar otra vez un dineral. Para eso va uno a una exposición: para ver en directo la obra de un hombre capaz de conectar con la melodía del espíritu humano.

Desde hace una semana le tengo mucho más respeto a la Pinacoteca de París.

Twitter: @luisalfredops www.librosllamanlibros.com