La carta secreta (III)

25 de Abril de 2024

J. S Zolliker
J. S Zolliker

La carta secreta (III)

JS ZOLLIKER

Aquel hombre, el pelirrojo, Harold, estira los brazos repetidas veces, hasta que nuevamente se introduce a la rústica casa. Pero Santiago, permanece largo rato en la misma posición. Es imaginable que sospeche que Harold lo pueda estar observando. Sin embargo, el cuerpo le reclama con un espasmo lumbar que lo obliga a morderse la lengua para acallar el quejido y a recuperar su sentado natural, recargando la espalda en la dura corteza del árbol.

Después de varios meses, aquel es el primer rostro que le resulta familiar. Aquel rostro barbado, lo había acompañado por mucho tiempo en el barco que nos trajo a América, y cada vez que saludaba la Pilarica, la niña se abrazaba de mi pierna.

A la Pilarica me la encontré sola. Abandonada por la muerte misma. Pobrecilla. Yo había salido de huyendo de Santiago hacia Vigo. Luego, de Vigo fui a Zamora, a Salamanca, a Cáceres y en Mérida me quedé unos días a descansar. Eso de andar tanto, no es grato; es muy pesado. El trayecto de Mérida a Badajoz lo hice de prisa; caminando y corriendo pues sabía que me perseguían y podrían darme alcance. Y en el camino la encontré sobre los cadáveres que le nacieron a Franco. Sentada sobre el cuerpo de un anarquista. Con la carita ensangrentada, llena de tierra y de moscas, me vio llegar y me extendió los brazos. No hablaba nada. Quise pasar de largo. Bastante tenía yo con estar huyendo y mis propios aprietos, pero me quebró el alma con sus ojos grandes y necesitados; uno verde y el otro, claramente azul. Sus brazos se aferraron a mi cuello, y nunca más se alejó de mi hasta que este mal nacido me la secuestró al llegar a México hace unos meses, corriendo medio año ya de 1939.

*** Amanece la ropa ya seca y Santiago con menos frío. Se escuchan rebuznes a los primeros rayos del sol. El fresco de la noche es sólo un recuerdo que se disipa con una luz ámbar que se transforma en minutos en completa visibilidad. Las aves comienzan a volar y es probable que Harold se despierte con todo el alboroto. Santiago decide moverse. No quiere quedarse en un lugar donde se le pueda identificar. Ahora sí, es tiempo de planear y actuar, es tiempo de pensar el siguiente paso, de contemplar los diferentes escenarios. Su corazón late más rápido. Rodea la guarida del nazi para conocer el terreno, para vislumbrar las salidas. Es precavido. Camina lento, cuidadoso, fijándose de no mostrarse por las ventanas o las esquinas ni hacer demasiado ruido. Su respiración está intranquila, su mirada es veloz. Estudia el ambiente. No ve casas vecinas. Se percata que el ruido de animales de granja, proviene de algún lejano lugar. Tampoco hay caminos hechos. Solo una pequeña vereda.

Maldita su suerte, piensa. Podría estar en Estados Unidos de Norteamérica en la conociendo los recién inaugurados Empire State y el Centro Rockefeller, viendo los cuadros del nuevo fenómeno Pollock, escuchando la música de Dvorak, o del grupo de Glen Miller. Pero no. Está en México tratando de enfrentar al bastardo de Harold, quien le robara todo su dinero y considerable fortuna en oro y le desapareciera a la niña y su madre.

En la parte posterior de la casa, hay algo de leña húmeda y una bicicleta de eje curvo y llantas grandes y delgadas. Los rines están enlodados; se ve que recientemente fue utilizada. La chimenea arroja algo de humo. Santiago se pregunta si estará sólo o si lo acompaña alguien más. Busca algún indicio. Lo invade la ansiedad. Quiere cobrar venganza. Siente un vacío en el estómago, la cabeza caliente, las manos hinchadas. Piensa en entrar o en esperarlo. ¿Tocarle a la puerta de metal o permanecer escondido? Encuentra en su camino un pedazo de varilla oxidada. Quiere tomarlo por sorpresa. Piensa en lo que se sentirá atravesarle con ella la cabeza. Necesita hacerse justicia. Pero no antes de averiguar el paradero de la niña y su madre. No las ve desde el desembarco en Veracruz. Ha llegado el momento esperado. Es tiempo de actuar contra este mercachifle hijo de puta. Le dirá: ¡Quiero a mis mujeres y fortuna, malparido! Lo recuperaré todo o lo mato a sangre fría. Quiero el oro, quiero mis libros, mi niña y su madre, mi suerte, mi vida, mi libertad, mi ilusión. ¡Lo quiero todo! ¡Maldita la hora en que te conocí! Maldita la hora en que decidí hacerte caso. ¡Traidor de mierda! ¿Por qué se me ocurrió escucharte? ¿Qué caerá Paris luego de Polonia? ¿Qué los Nazis reclamarán el territorio de Marruecos por tratarse de una colonia francesa? ¿Qué tienes contactos en el Reich y que estas bien informado? ¿Por qué te seguí a Portugal? ¿Qué Franco será recompensado con este territorio? ¿Qué me perseguirá de nuevo la falange? Yo quería adentrarme en el África, no en América y ciertamente, no en México. Un viaje por mar siguiendo toda la costa. ¿Qué no conviene porque podríamos encontrarnos con un submarino alemán? ¡Que mierda!

Santiago se envalentona y decide que la lucha es inevitable. Por eso se asoma por el borde de una de las ventanas frontales. Desde allí mira el interior solitario. Le tiemblan un poco los muslos y las rodillas. El alemán está dormido en el piso. Tiene la ropa puesta. Viste botas, uniforme y un abrigo color verde militar. Duerme de lado, dando la espalda a la calle y a Santiago. ¿Entraré a la casa ahora? Con sigilo, el español va hacia la pesada puerta de metal para observar si tiene candado o algún medio de seguridad. Las manos le han comenzado a sudar. El paso parece libre, el camino hacia Harold sencillo y despejado. Se pregunta si será mejor esperarlo afuera, por la bicicleta, escondido, para enterrarle la varilla en el estómago, provocándole una herida mortal.

Huimos por tu culpa y recomendaciones, piensa. Todo el dinero a la mano, comprar papeles y pasaportes falsos, meter cada billete entre las hojas de los libros que quería enriquecieran mi biblioteca de Francia. Encajar todo en baúles viejos. Descoserle la muñeca de trapo a la Pilarica, meterle las monedas de oro y diamantes y volver a sellar. Explicarle todo, hacerla practicar en su cargado. Sufrir por que no le resulte el paquete demasiado pesado… Partamos pronto, deja lo demás atrás. Olvida tu ropa, cuida la vida, luego te compras más. ¡Bah! ¡Se merece la pena de morir el muy cabrón!

En los Estados Unidos no nos dejan entrar. ¡Todo el dinero que gasté en el viaje y solo nos autorizan una semana de permanencia! ¡Ostia! ¡Resiste la revisión minuciosa del equipaje! ¡Suda la vida cuando te piden ver los libros! ¡Gracias a Dios no se les ocurrió abrirlos! Que abordemos un barco para Cuba, que la visa no nos las alargan más. La escalera del barco, corta y colgante. ¡Se movía infernal! Y la pequeña cargando la muñeca con un brazo mientras con el otro se sujeta de mi pantalón ¡Pavor! ¡Yo tengo miedo de que se caiga! ¿Y si pierde agarre de la muñeca y todo el oro, todo el trabajo, todos los sacrificios se cayesen al mar? Tendría que arrojarme tras la muñeca. ¿Nos descubrirían? ¿Qué Cuba siempre no? ¿Qué comienza una revolución? ¡Yo no quiero ir a México! No quiero, de verdad, ya lo conozco... ¡Estamos desamparados en cualquier lugar! ¿Qué tienes un primo Dietrich en México que nos puede ayudar? Está bien, ¡rediez! ¿Y ahora? Santiago lo sabe: está a punto de matar a un hombre.

Continuará…

Parte 1 https://www.ejecentral.com.mx/la-carta-secreta/

Parte 2: https://www.ejecentral.com.mx/la-carta-secreta-ii/