Mi bisabuela Beatriz

20 de Abril de 2024

Tuni Levy

Mi bisabuela Beatriz

Mi bisabuela Beatriz (Bahíe) nació en Siria. En la ciudad de Alepo. No se sabe en que año, pero ella decía que fue en el “Sente el Telesh” (el año que nevó), probablemente en 1903. Tampoco sabemos si fue a la escuela, nunca aprendió a leer y escribir. En su ciudad natal ejerció el oficio de ayudante de sastre, donde desarrolló un gusto especial por la confección.

En 1919, ella y sus padres, buscando una vida mejor, dejaron el Levante. Llegaron a Cuba, y con ayuda de un hombre que hablaba árabe consiguieron cruzar a México. Su hermano había llegado antes y con un dinerito que juntó, pudo traer a mi bisabuela y a sus padres.

Cuentan sus hijas que la bisabuela tenía un pretendiente al cual su padre consideraba “bohemio y jugador”. El pretendiente le pidió a su amigo, Isaac Betech entregarle unos regalos a Beatriz. Cuando llegó, a su padre le gustó más el amigo Isaac, y con él la casó. La ceremonia se llevó a cabo en la casa de sus padres con 2 testigos debido a la escasez. Años después se casaron por lo civil en San Martín Texmelucan, donde tres de sus hijos fueron los testigos.

En total, la bisabuela Beatriz tuvo 10 hijos. Mi abuela Adela fue la cuarta. Con una máquina de coser confeccionaba la ropa de sus críos. Con el uso de palabras básicas, no le faltó nunca la expresión. Con las pocas que adoptó supo entender y relacionarse, supo también sustituir la semántica con distintas formas de comunicación.

Tuvo la fortuna también de encontrarse querida. Aquél hombre que le robó a su amigo la novia, la quiso hasta el último de sus días. La quisimos todos: sus hijos, yernos, nueras, nietos, bisnietos; la familia numerosa que creó.

Yo fui su segunda bisnieta. Me llamaba Tuníe Frenyíe (jitomate, en árabe), según que por tener los cachetes grandes y rojos. Mi pobre bisabuela, ayudante de sastre y amante toda su vida de la elegancia en el vestir se daba de topes conmigo. A mis pantalones de mezclilla los llamaba “pantalón del pobre”. La moda ochentera de camisas largas y flojas le parecían siempre una calamidad y al verme, riendo preguntaba si “¿esa era la moda?”. Con sonrisas le contestábamos que sí.

Su ciudad natal había estado poco en mi pensamiento hasta que los episodios de los últimos años me trajeron a la mente la idea de que posiblemente la casa donde nació, y la calle y la colonia donde ejercía su oficio, ya no existan y sólo quedaban ruinas de lo que una vez fueron.

Aquella joven que dejó su tierra se había convertido en una mujer digna y entera, que sabía darle el valor a las cosas, que sabía entenderse en un mundo ajeno que cada vez dejaba de serlo y se convertía en lo suyo. La abuela Bahíe desde donde yo la recuerdo había dejado atrás las carencias y vestía trajes y vestidos con brillos. Colgaban collares de pedrería de su cuello, su cabello blanco contrastaba con los tonos del azul del cielo y sus labios, siempre rojos, explicaban que el estilo no tenía por que diluirse.

Vivió agradecida, bendiciendo todo y a todos. Una tarde la encontramos mi madre y yo en el supermercado. Recuerdo que se quitó uno de sus collares y lo colocó en mi cuello. Nos pareció algo similar a una despedida.

Murió tiempo después. Dormida. En uso pleno de sus facultades y con todos sus órganos en buen estado. Tenía las uñas pintadas y tres bilés rojos sin abrir en el cajón.