Dos soldados, una misión

24 de Abril de 2024

María Idalia Gómez
María Idalia Gómez

Dos soldados, una misión

@Gosimai

La versión oficial sobre la vida de Julio César López Patolzin, uno de los 43 jóvenes desaparecidos de Ayotzinapa, es que tenía 25 años de edad, era estudiante del primer año de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” y que desde la noche del viernes 26 de septiembre de 2014 se encuentra desaparecido junto con sus compañeros.

Su padre, Rafael López Catarino, declaró el 30 de septiembre de 2014 y confirmó esa versión. Dijo al Ministerio Público que se enteró al día siguiente, el sábado 27 de octubre, a través de su hijo Gustavo “ya que uno de sus amigos le habló a las siete de la mañana y le dijo que en Iguala hubo una balacera en contra de los normalistas”. De inmediato se trasladaron a las instalaciones de la escuela para obtener más información y allí le dijeron que era cierto y que había desaparecido junto con otros de sus compañeros “cuando estaban realizando la actividad de boteo en la ciudad Iguala, siendo agredidos con armas de fuego por policías municipales de Iguala y que a varios de ellos se los llevaron a bordo de las patrullas con los números 17, 18, 20, 22 y 28, siendo esta última del Municipio de Huitzuco”.

Su familia sabía que era militar y la Procuraduría General de la República (PGR) se enteró muy pronto, cuando revisó los registros oficiales de cada uno de los estudiantes normalistas desaparecidos. El reporte de inmediato arrojó que era soldado y le preguntó a la Secretaría de la Defensa Nacional, en donde fue confirmada la información, pero sin decir más.

Meses más tarde se argumentaría desde las oficinas castrenses que el no reconocer desde un principio que era activo miembro del Ejército forma parte de un protocolo para los elementos que desarrollan tareas de infiltración.

Encontré ese dato en el expediente que la PGR hizo público en 2015, y busqué la confirmación por parte de las Defensa, porque hasta ese momento era inédito. Varios militares explicaron que nunca lo confirmaron formalmente por la seguridad de su familia, de él mismo si es que estaba vivo, y en su caso evitar que fuera severamente torturado por parte de los grupos criminales, como solía ocurrir cuando lograban someter a algún integrante de Fuerzas Federales. Esta versión era irrebatible, porque al investigar más sobre el tema resultó que el teléfono de Julio César, con terminación 0032, se mantuvo encendido un breve tiempo y el rastro estaba entre Iguala y Huitzuco.

Al preguntar sobre las tareas que realizaba, explicaron que al ser un joven guerrerense, su misión era informar sobre todas las acciones políticas de la normal, especialmente su relación con grupos de la guerrilla del EPR y en los últimos años la posible irrupción de grupos de narcotraficantes.

Esta vigilancia no es nueva. Archivos de la Dirección Federal de Seguridad (DFS), del Instituto de Investigaciones Políticas y Sociales (IPS) y del Ejército muestran cómo desde la década de los 70 era considerado un semillero de grupos rebeldes. Se les vigilaba para identificar a sus líderes, contenerlos en caso de movilizaciones violentas y fichar a miembros de la guerrilla e infiltrarla.

Los informes muestran cómo secuestraban camiones, se apropiaban de comida y enseres en diferentes tiendas, y hacían bloqueos para demandar recursos o conseguirlos para así tener forma de trasladarse, incluso a la Ciudad de México, para participar en marchas sociales.

Sólo el Ejército mantuvo activa esta infiltración, el Centro de Investigaciones y Seguridad Nacional (Cisen) la desactivó desde Vicente Fox porque no fue considerado prioritario. ejecentral publicó desde junio de 2016 que Julio César era militar en activo. Su nombre aparecía en toda la red de vínculos que trabajamos juntos Mónica Villanueva y Jonathan Nácar, bajo el título Guerrero: estado paralelo.

Lo que nunca ha entregado el Ejército a la PGR, ahora Fiscalía General de la República, son los informes que enviaron Julio César y Miguel Ángel Hernández, también militar en activo y estudiante en Ayotzinapa, en el tiempo que estuvieron asignados a esa tarea, ni tampoco se autorizó un acercamiento con sus jefes inmediatos.

Sería imprudente decir que ambos jóvenes son la conexión de la responsabilidad del Estado con la desaparición de los normalistas, pero plantea un punto que el Ejército debe resolver: sí tenía información previa sobre lo que ocurría en la Normal y si ello habría impedido la desaparición de los jóvenes o el deterioro de una región; por ejemplo, sobre la posible penetración del narcotráfico en el ambiente estudiantil. De ser así, habrá que revisar por qué no lo colocaron como punto prioritario de la agenda de riesgos y si esa omisión no es una grave falta militar o qué intereses hubo detrás.