De conciertos y maltratos

25 de Abril de 2024

Mauricio Gonzalez Lara

De conciertos y maltratos

MAURICIO

Cualquier melómano lo sabe: si bien numerosos y con bandas de primer nivel, los conciertos y festivales en México sufren de todos los defectos posibles: precios altos, recintos de acústica espantosa, carencia de servicios, falta de seguridad, falta de planeación, indolencia ante el control de masas, y un largo etcétera que a estas alturas debería parecernos ya intolerable.

No se trata de criticar por sistema: el simple hecho de traer una banda a nuestro país implica una serie de negociaciones y laberintos logísticos en verdad descomunal. Demandar precios iguales a los de Estados Unidos o Europa sería una aberración. Sin embargo, no existe ninguna razón válida por la que los recintos no cuenten con instalaciones y sonido de primer nivel, en especial si se toma en cuenta que buena parte del cuidado de los mismos está cubierto con patrocinios que rebasan al mismo evento. (Nota para los patrocinadores: si me la paso mal en un recinto con el nombre de una marca, no sólo le echo la culpa al organizador, sino que también asocio la mala experiencia con la marca que pagó varios millones por rebautizar el lugar con su nombre.)

No sólo nos hemos acostumbrado al maltrato, sino que con frecuencia lo celebramos, en específico cuando el abuso proviene del mismo artista. Hace algunos años, el grupo The whitest boy alive suspendió una de sus presentaciones en un antro del DF porque el vocalista perdió sus lentes mientras saludaba al público. En Nueva York o Londres, tal actitud hubiera motivado el enojo y la sorna de buena parte del público y la prensa. Imagino perfectamente al NME, el famoso semanario musical inglés, burlándose de lo pusilánime y poco profesional que resulta suspender un concierto de rock por perder unos lentes, por mencionar un medio paradigmático. Acá, en cambio, la actitud general era de franca indignación ante la posibilidad de que Erlend Oye, el cantante de la banda, se fuera con una mala imagen de nuestro país. “¿Qué va a pensar de nosotros?”, “¡qué vergüenza!”, “va a decir que los mexicanos somos unos nacos”, “¡pidamos disculpas!”

Curioso complejo de inferioridad: en México nos preocupa más caerle bien al artista que exigirle un desempeño de excelencia. Todo se relaciona con nuestra obsesión por creernos el mito de que somos “el mejor público del mundo”. Es una falacia. En principio, equiparamos gritos con pasión, lo que equivale a confundir amor con echar porras. La mayoría de las veces, la actuación del artista parece ser el elemento menos importante de la ecuación para el mexicano promedio que asiste a un espectáculo. De lo que se trata es de gritar y punto. Los puntos más importantes son el inicio y final de cada canción, pues los silencios permiten escuchar los aullidos de los asistentes sin que el artista los opaque. Cuando empieza la música, el asistente regresa a un estadio similar al que vivía en la primaria cuando la maestra le daba la espalda para anotar algo en el pizarrón; se libera y siente la necesidad irrefrenable de moverse de lugar, tomarse decenas de selfies, hablar sobre lo bien que se la pasó en su fiesta de cumpleaños, llamar al de las chelas o de plano echar chistes con el de al lado. Una vez que va a terminar la canción, el dizque fan recobra la concentración y empieza a gritar su admiración como quinceañera desbocada.

Nuestra naturaleza gritona no es la única razón por la que somos una mala audiencia. La poca importancia que le damos al artista y su oficio también redunda en que éste no se sienta obligado a dar un buen espectáculo. La actitud, obvio, es capitalizada por organizadores que saben que mientras el artista diga “¡I love you México!” a la multitud no le va a importar fingir que el sonido es perfecto y que se la está pasando bomba. Es tiempo de exigir más.