La Mansión Winchester está en México

25 de Abril de 2024

Mauricio Gonzalez Lara

La Mansión Winchester está en México

MAURICIO

Ubicada en San José, California, la Mansión Winchester consta de 160 cuartos, 7 pisos, 476 puertas, 6 cocinas, 52 tragaluces, 2 vestíbulos, 10,000 ventanas, 2 sótanos y 3 ascensores. Construida entre 1884 y 1922, sin arquitectos, la casa es de una estructura atípica, ya que en ella se pueden encontrar escaleras que no conducen a ninguna parte, puertas que al ser abiertas llevan a paredes o al vacío, chimeneas sin salida exterior, entre otras locuras. De una extensión de alrededor de 25,000 m2, la mansión fue la residencia de Sarah Winchester, la viuda del magnate inventor del rifle de repetición Winchester. La casa estuvo en constante construcción durante 38 años, hasta que Sarah falleció. Se calcula que la viuda de Winchester pagó aproximadamente 5,500,000 dólares de 1922 por la construcción de la casa, lo que equivaldría a 71 millones de dólares de hoy.

Actualmente convertida en atracción turística –“si te pierdes, quizá no te podamos encontrar”, advierten los guías en la entrada-, la Mansión Winchester es un testimonio de la locura de su dueña, quien estaba convencida de que los fantasmas de los muertos a causa del rifle de su marido la atormentarían si dejaba de construir. Las obras de la mansión, por ende, nunca terminaron, por innecesarias que fueran.

Cada vez que se discute sobre el espacio público en la Ciudad de México, resulta imposible no pensar en la Mansión Winchester. La Ciudad de México siempre está en construcción. Por razones que escapan al entendimiento -y que por tanto la imaginación popular asocia con la corrupción- nunca nada se termina en la ciudad. Las obras, empero, no son la promesa de un mañana brillante, lleno de servicios y armonía, sino la ratificación de la naturaleza móvil del caos. Más que estar en edificación, la ciudad se encuentra en estado de ruina. Es delirante, pues como bien señala el académico español Jordi Borja en Notas sobre ciudad y ciudadanía, el ciudadano tiene derecho a identificar al espacio público como algo bello y monumental:

“El espacio público es una de las condiciones básicas para la justicia urbana, un factor de redistribución social, un ordenador del urbanismo vocacionalmente igualitario e integrador. Todas las zonas de la ciudad deben estar articuladas por un sistema de espacios públicos, dotados de elementos de monumentalidad que les den visibilidad e identidad. Ser visto y reconocido por los otros es una condición de ciudadanía. Cuanto más contenido social tiene un proyecto urbano, más importante la forma, el diseño, la calidad de los materiales, etcétera. La belleza cohesiona y provee calidez”.

El espacio público es una dimensión vital donde la sociedad se reúne para compartir sus opiniones, evaluar propuestas y elegir las decisiones más acertadas para su devenir diario; una arena donde nos observamos a nosotros mismos como sociedad y cultura, que nos humaniza y nos da sentido. Nos reconocemos en el espacio público y nos definimos en virtud de él; el espacio público no sólo nos pertenece, sino que es nuestro hogar, espejo y patria.

Ahora bien, ¿qué vemos cuando transitamos por los calles y colonias de la ciudad antes conocida como Distrito Federal? Quizá nuestra primera respuesta sea optimista y consista en resaltar la belleza inmarcesible de las construcciones más emblemáticas, o en señalar algunas zonas repletas de servicios e inversión, donde, creemos con ingenuidad, habita una clase media “vibrante y cosmopolita”. Existe, sin embargo, otra ciudad crecientemente antagónica que se desborda absurda e inquietante como la Mansión Winchester, la clase de lugar que sólo un loco atormentado podría llamar “hogar”. A esa ciudad, qué duda cabe, le urge un arquitecto.