Los dilemas de la innovación

18 de Abril de 2024

Mauricio Gonzalez Lara

Los dilemas de la innovación

MAURICIO

Fast Company, la celebrada revista de negocios estadounidense, publica este mes su ya tradicional listado de las 100 mentes más creativas en el mundo de los negocios. El número, como siempre, es de una heterogeneidad fascinante: de diseñadores y managers urbanos que conciben a las ciudades como redes orgánicas para distribuir ideas (James Anderson, de Bloomberg Philantropies) a ejecutivos de firmas tecnológicas (Facebook, Amazon), sin obviar a artistas que han revolucionado el concepto de hombre “renacentista” (Donald Glover, músico, actor y creador de la serie Atlanta), chefs (Massimo Botura) o científicos enfocados en acelerar la transición hacia la energía ciento por ciento renovable.

Advertencia: Fast Company no tiene empacho en sacrificar rigor en aras de favorecer una imagen de vanguardia un tanto frívola (la “onda” importa más que el uso práctico, por ejemplo); sin embargo, sus rankings, al igual que los de Wired, poseen la virtud de motivar al lector a reflexionar en torno al significado y verdadero valor de la innovación: la mayor parte de los personajes incluidos distan mucho de ser ejecutivos en puestos convencionales. El grueso proviene de marcas reconocibles, obvio, pero el listado deja claro que no forzosamente los más creativos son los más poderosos económicamente. Esta aparente discrepancia entre innovación y máxima rentabilidad me recordó una plática que sostuve hace alrededor de una década con Jim Collins, autor del libro Built to Last (Empresas que perduran, Norma 1996), un clásico que analiza los factores que se yuxtaponen para que una corporación trascienda en el largo plazo.

Collins es un escéptico de la innovación total en términos de rentabilidad. Su corazón, me dijo tras finalizar una plática en un congreso celebrado en Los Angeles, estaba con los innovadores, pero estos casi nunca lograban construir compañías sobresalientes. Incluso se podría argumentar que “outliers” como Steve Jobs o Mark Zuckerberg copiaron, en su momento, modelos ya existentes que ponen en tela de juicio su naturaleza 100% innovadora. A fines del siglo pasado, le preguntaron al ya fallecido Andy Grove, fundador de Intel, cuál iba a ser la “próxima gran cosa” que iba a revolucionar al mundo. Grove contestó que “ésa era una manera muy peligrosa de pensar”, pues sabía que cuando el microprocesador dejara de ser “la gran cosa”, Intel ya no sería líder. Incluso si Intel inventaba esa “gran cosa”, las posibilidades de que llegue alguien más e inserte esa innovación en un esquema de negocio más lucrativo son mayores a que la misma compañía se beneficie de ello.

Microsoft debe pensar algo similar cuando le preguntan cuál será “la próxima gran cosa” después del Windows. ¿Para qué construir otra? No sería sabio en términos estratégicos. No en vano va en la décima versión. Ser demasiado innovador puede ser peligroso. No necesariamente los creadores de un concepto iconoclasta son los que al final del día se quedan con el predominio del mercado. También es necesario ampliar la concepción de lo que entendemos por ser creativo. La innovación no se restringe a inventar productos o esquemas de negocio, sino a pensar lateralmente en toda la organización.

No se trata de inventar “una gran cosa” cada semana, sino de abordar con nuevas perspectivas los pequeños problemas que aquejan a una empresa todos los días, y que pueden ir desde mejorar el servicio al cliente a una sencilla reducción de costos. Quizá esos triunfos no sean tan espectaculares como para figurar en Fast Company, pero estoy seguro que es la suma de esas pequeñas innovaciones la que termina marcando la diferencia entre lo efímero y lo permanente, entre la mera moda y la tan ansiada trascendencia.