Pac-Man: El juego infinito

19 de Abril de 2024

Daniel Krauze

Pac-Man: El juego infinito

Daniel Krauze

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Daniel Krauze

A principios de la década de los ochenta, los videojuegos pasaban por una época de fama sin precedentes en la industria. Según Tristan Donovan, autor de Replay: The History of Video Games, los locales de arcades (o “maquinitas”, como a veces se les conoce en México) eran tan ubicuos como los Starbucks son hoy en día, ocupando el espacio que ahora tienen las tiendas de souvenirs en los hoteles e incluso decorando consultorios médicos. Diversas compañías, muchas de ellas desinteresadas hasta ese entonces en los videojuegos, estaban obsesionadas con encontrar el nuevo título rompe récords.

Pac-Man, desarrollado por Toru Iwatani para la empresa Namco, no estaba entre los posibles candidatos al éxito. La industria especulaba que pocos jugadores invertirían su tiempo en un videojuego laberíntico, sin naves, láseres y disparos, diseñado a partir de la estética kawaii japonesa de la que, años antes, se había desprendido Hello Kitty. La idea de Iwatani, sin embargo, era precisamente esa: apelar a grupos demográficos antes desatendidos y crear un juego que pudieran disfrutar hombres y mujeres, expertos y neófitos. Al cabo de unos meses, su osadía se vería remunerada. Originalmente llamado Puck-Man –el nombre se cambió a Pac-Man por miedo a que en Estados Unidos grafitearan una F sobre la P–, el diseño de Iwatani se convertiría en el juego más popular de arcade. La figura de Pac-Man, inspirada en una pizza a la que le falta un pedazo, se adaptó para una caricatura, apareció en la portada de la revista Time y hoy es reconocible a lo largo del mundo. ¿Cómo explicar su longevidad?

Su diseño es aparentemente sencillo. Al centro vemos a Pac-Man, a quien maniobramos alrededor del tablero para que se coma los puntitos que llenan los pasillos del laberinto. Lo persiguen cuatro fantasmas de distintos colores: si lo atrapan, perdemos una vida. La única manera de detenerlos es llevar a Pac-Man a que se coma una de las cuatro pastillas, situadas en las esquinas de la pantalla, y después toque a los fantasmas cuando cambien de color, mandándolos de vuelta a su jaula. Avanzamos de nivel cuando no quedan más puntitos dentro del tablero.

El nivel de dificultad de Pac-Man aumenta considerablemente conforme progresamos: los fantasmas van más rápido y las pastillas que los aturden funcionan por menos tiempo, hasta que en un momento dado dejan de servir. Avanzar también revela los detalles que han hecho de Pac-Man un videojuego tan popular, al mismo tiempo accesible y complicado, simple y complejo. Al jugarlo cada vez más, entendemos que los fantasmas están diseñados para tener una personalidad propia. El motivo detrás de esta decisión es evidente: si todos se comportaran igual, el jugador no se enfrentaría a cuatro obstáculos sino a uno solo, que haría lo mismo sin importar nuestros movimientos.

Diversas páginas en internet, como GameInternals, explican el algoritmo de Iwatani que estableció la conducta de los fantasmas. El rojo (la “sombra”, según su nombre en japonés) siempre se dirige al punto del tablero donde Pac-Man se encuentra. El rosa (el que “embosca”) está apuntado cuatro espacios hacia donde vamos, para anticipar nuestros movimientos. El azul (el “juguetón”) emplea un vector que combina el espacio hacia donde se dirige Pac-Man y el lugar al que va el fantasma rojo. Su comportamiento, por lo tanto, es difícil de predecir. No más difícil, sin embargo, que el del último fantasma (el que “pretende ignorancia”), cuya conducta no es fácil de describir. Basta decir que, a medida que mejoramos, este último fantasma es el que nos quita vidas con mayor frecuencia, el que se comporta de manera errática y rara vez hace lo mismo en una circunstancia similar.

Iwatani anticipó que sería aburrido, o simplemente agotador, si los fantasmas nos persiguieran todo el tiempo, sin cuartel. De modo que instaló dos “estados de ánimo” para ellos: uno de caza, en el que se dirigen hacia nosotros; y el segundo de patrullaje, donde cada uno vuelve a su cuadrante y espera unos segundos antes de volver a perseguirnos. El jugador avezado debe advertir cuando los fantasmas están atacando o patrullando su zona. También es crucial saber que Pac-Man es más rápido que ellos al doblar esquinas, pero no cuando atraviesa una línea recta, así como tener bien vistos los cuatro pasillos que ellos no pueden transitar de abajo hacia arriba.

El resultado de esta variedad implica que para aprender a jugar Pac-Man debemos reaccionar frente al peligro inmediato y, sobre todo, anticipar el comportamiento de los fantasmas para no meternos en callejones sin salida. Cualquiera puede pasar el primer nivel, o llegar a los 10,000 puntos, pero a partir del cuarto o quinto tablero, el juego empieza a requerir de una concentración y destreza que muy pocos juegos actuales piden de nosotros.

Eso no implica que jugarlo sea una experiencia tensa. Lo sé porque, durante varios años, una máquina de Pac-Man ha ocupado parte de mi sala. Jamás he llegado al medio millón de puntos, una cifra respetable para un jugador que cuenta con su propia arcade, pero hasta la fecha jugarlo me absorbe y entretiene. La monotonía del laberinto, mezclada con la diversidad de problemas, da para una partida al mismo tiempo agradable y distinta a las demás. No importa si conozco algunos atajos o rutas: al final pierdo. La sensación no es frustrante; más bien es saludable tener retos infranqueables. A menos de que uno sea un genio o un obseso (como Billy Mitchell, la primera persona en conseguir una partida perfecta), Pac-Man siempre será un juego infinito.

*El dato. Puck-Man era el nombre original del juego y lo cambiaron por temor a que en Estados Unidos grafitearan una F sobre la P.