Un punto de inflexión suele entenderse como un cambio drástico en la dirección de una trayectoria dada, una alteración impredecible cuando todo hacía pensar nada podría afectar un curso determinado. En el caso de la estadística, suele referir al desarrollo de una curvatura en una trayectoria anteriormente plana o estabilizada. Por lo general el punto de inflexión, entendido como cambio social, se produce como consecuencia de algún shock externo que, por su fuerza y alcance, afecta irreversiblemente el curso de los acontecimientos.
Pero hay que distinguir que un shock o fenómeno extremo como pueden serlo un desastre natural, una guerra, una crisis financiera global o una masacre, no son en sí un punto de inflexión ni inevitablemente producen un cambio de trayectoria. De hecho, y a pesar de la gravedad de sus consecuencias, en muchas ocasiones un shock no necesariamente produce un cambio social o altera las inercias políticas. Tampoco la estabilización de las cifras de incidencia delictiva o una disminución de casos en un mes
o año determinados necesariamente representan un punto de inflexión.
Importa distinguir entre un shock y un punto de inflexión. Primero, porque el gobierno señaló que en lo que se refiere a la magnitud de la violencia en México, estábamos ante un punto de inflexión. Mal momento para señalar la existencia de puntos de inflexión considerando lo ocurrido en un par de semanas en Aguililla, Tepochica, Culiacán y ahora la masacre atroz de la familia LeBaron. Nunca se debe cantar victoria antes de tiempo, menos ante un problema tan complejo como la crisis de violencia que enfrenta México.
En segundo lugar, porque en los últimos doce años, desde el inició de la denominada guerra contra el narco, hemos sufrido sacudidas incontables, tragedias que siguen a otras tragedias, con niveles cada vez más elevados de horror, y nada de esto se ha traducido en un punto de inflexión. Seguimos presos en nuestra trampa de inseguridad y violencia.
Las cifras definitivas sobre la violencia en México, presentadas recientemente por Inegi, nos señalan que, con 36 mil 685 homicidios, 2018 ha sido el año con los más altos niveles de violencia en México desde su registro en 1990. También nos advierten que luego de alcanzar un pico histórico de 27 mil 213 homicidios en 2011, si bien la violencia comenzó a disminuir los años siguientes, volvió a incrementarse a partir de 2016 y hasta alcanzar los niveles que vemos ahora. No sólo no hubo punto de inflexión, todo hace pensar que en 2019 la violencia será aún mayor.
El gobierno de Andrés Manuel López Obrador enfrenta su momento más delicado desde la toma de posesión. Esto no es cualquier cosa en un gobierno acostumbrado de provocar turbulencias.
Las decisiones que se tomen en implementen en las próximas semanas pueden determinar el éxito o fracaso del proyecto de gobierno mismo. Lo ocurrido en la tragedia de Ayotzinapa y sus consecuencias políticas, en especial como resultado de negligencia gubernamental y un pésimo manejo de la comunicación social, representan una lección que este gobierno no se puede dar el lujo de ignorar.
No hay vuelta de hoja. El gobierno está obligado a revisar los fundamentos de su estrategia de seguridad, la capacidad de sus operadores y la efectividad de su política de comunicación. Los niveles de violencia no van a cambiar a golpe de narrativa, acusaciones a redes sociales o declaraciones de buenas intenciones. No hay ninguna duda que lo que ocurre tiene en gran medida origen en consecuencias y errores del pasado, pero las decisiones en 2019 y sus consecuencias son ahora responsabilidad exclusiva del presidente López Obrador. Si el gobierno no es capaz ahora de escuchar las voces críticas y ajustar su estrategia, va a quedar irremediablemente atrapado por la espiral de la violencia y todos entrampados en un ciclo interminable de horror.