El diezmo del pecado

20 de Abril de 2024

J. S Zolliker
J. S Zolliker

El diezmo del pecado

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Se levantó tarde, pero es que el día anterior, estuvo muy pesado. Tuvo que ir a la playa a jugar golf y el calor lo agota. Especialmente cuando tiene que parrandear tanto después del evento. Ni modo, así es la vida, dice mientras se toma unas pastillas para el dolor de cabeza y se arregla la corbata frente al espejo. A lo lejos, escucha las aspas cortar el viento. Ya es momento, se dice. El helicóptero está llegando por él.

Mientras aborda la nave, piensa en su agenda del día. Tiene que comprar una buena cantidad de terrenos en el extranjero. Está pensando en Houston y Nueva York, porque suelen ser muy amigables con el dinero y no preguntan de dónde viene. ¿Le regalará unas cuantas casas a sus patrones? ¿Cómo le hace? ¿Se las da así nada más? ¿Les avisa o la próxima golfiza les entrega las llaves? Eso le parece mejor. Es buen cierre de un evento social como esos. Además, lo sabe bien, se lo enseñaron desde hace tiempo: “tiburón que no salpica, se convierte en sardina.”

Ya llegó a su oficina. ¡Qué rápido! Y qué bueno que pidió el helicóptero, porque pasar muchos minutos en el tráfico con ese dolor de cabeza, le caería mal, sería inhumano. Tanto trabajar, estudiar, prepararse, llegar al lugar correcto, meterse en los eventos sociales adecuados, donar dinero que le faltaba y pagar a crédito, generar confianza y llegar tan alto que te permita hacer amarres y acuerdos, para, ¿terminar atorado en el tránsito? ¡Qué tontería! ¡Eso sería un fracaso, un contrasentido!

Afuera del helicóptero lo recibe su “asistonto” con un café en la mano. Me duele la cabeza, le reprocha con evidente molestia. “Lo lamento, señor; quizás le sirva, he escuchado que ayuda como las cafiaspirinas”, le replica mirando el suelo, mientras caminan hasta la impresionante oficina que tiene. Mide casi 600 metros, entre baño con regadera, sala de juntas, sala de espera interna y un montón de cosas innecesarias. “Tienes razón, Martínez”, le responde. “Dame el café”. Lo prueba y le sienta bien. Especialmente porque es de esos de una cadena internacional que tanto le gustan.

Se sienta en su escritorio y enciende su computadora. Martínez, ya te he dicho que quiero que esto esté funcionando para cuando yo llego. ¿Sabes cuánto tiempo pierdo en encender la máquina? ¡Son varios minutos! Martínez se disculpa sin mirarle a los ojos: es que no sabía que hoy venía a la oficina, jefe, los del helicóptero no me avisaron.

—¿Es mejor Texas o Nueva York?— le pregunta casi con desprecio.

—Me parece que Texas, señor.

—Gracias. Déjame ya, Martínez, tengo que encontrar unas propiedades —le reclama.

—Sí, señor —responde dubitativo.

—¿Qué, Martínez? —le espeta. —¿Qué carajos pasa?

Aquél resopla un poco. Se acomoda la corbata. Piensa —y mide— muy bien sus palabras: “Perdone que lo moleste, señor, pero tenemos unas personas esperándolo y dicen que es muy importante verlo”.

—¡Pinche Martínez! —le reclama— Ya sabes el procedimiento. Son diez millones de dólares por diez minutos de mi tiempo. ¿Qué carajos no entiendes?

—Lo entiendo perfecto —dijo y después carraspeó un poco— pero es la gente de la petrolera brasileña.

Su atención cambió. Dejó de mirar la pantalla. Sabía de qué se trataba el asunto y era de vital importancia. “¿Y qué demonios esperas, Martinez?, hazlos pasar”, le reclamó. “¿Sin cuota?”, le preguntó el otro. “Nada es gratis, pendejo. Sólo cóbrales el diez por ciento”, le contestó.

@Zolliker