Hasta el último aliento

19 de Abril de 2024

J. S Zolliker
J. S Zolliker

Hasta el último aliento

js zolliker

Luis no puede dormir. Por fin, y después de muchos años, consiguió un crédito para ampliar la casa donde vive con su familia. Sin saberlo, esto le cambiará la vida para siempre.

Desde que comenzaron la obra, hace unas semanas, Luis no pega el ojo más de dos horas seguidas, y apenas lo hace, entre sueños se pone a revivir esos extraños ruidos y siseos —apenas perceptibles— que escuchó varias veces desde casa de su madre, hace ya muchos años. Los recuerda con claridad. La primera vez que los escuchó fue cuando un miércoles de mayo de 1996, volvía de la escuela con su hermano.

Tocaron a la puerta para que su madre les permitiera entrar a comer, pero su entonces esposo, Julio L., fue quien les abrió. “No está”, les dijo. “Salió para ir al curso para la primera comunión que hará tu hermano”, le comentó a Luis, el mayor. “Lo mejor es que se vayan con sus abuelos, porque yo no sé cocinar”.

Julio L. era bastante mayor que su madre. Recuerdan que le llevaba como 20 años y que nunca fue del todo cercano o tuvo algún gesto cariñoso con ellos. Tenía el rostro afilado, hablaba poco y era muy serio y taciturno por las mañanas, pero por las noches se transformaba: tocaba la guitarra con un trío y tenía una voz consumada. Así era él, y así la conquistó, con canciones románticas en interminables parrandas y haciéndola gritar de placer durante las noches. “Qué incomodo era”, piensa él. Por eso, ahora que Luis es padre, nunca le hace el amor a su mujer, salvo que estén completamente solos.

Luis y su hermano tuvieron una infancia complicada. Primero, los abandonó su padre natural (ya no se acuerdan ni de su rostro ni de su olor), y después, su madre parece hizo lo mismo, pues cuando volvieron a casa al día siguiente, encontraron la propiedad completamente vacía. Ni el polvo de los muebles habían dejado y no había señales ni de su madre, ni de su esposo, Julio L.

Obvio, con los abuelos y familia y vecinos, quisieron seguirles los pasos en el pueblo de X., donde su padre natural construyó la casa que han habitado por décadas. Levantaron una denuncia ante la autoridad y estuvieron buscándolos. Desgraciadamente, lo más que obtuvieron, fue la declaración de una vecina que dijo haber visto que durante la madrugada varias personas subían el mobiliario a un camión de mudanza. No recuerda haber identificado a nadie, pero a decir verdad, era demasiada gente y ella se asomó unos segundos por detrás de las cortinas.

Semanas después y bajo el cuidado y visitas intermitentes de vecinos y amigos y familia, los menores volvieron a la casa con unos colchones prestados. La ocuparon y ahí vivieron juntos hasta que el menor decidió irse a probar suerte a otros lares. Luis, el mayor, se casó y se quedó a vivir ahí con su nueva familia, en esa casa que ahora les sienta pequeña. Por ello, consiguió un crédito para ampliarla sin imaginar que al tercer golpe dado por un pico en el muro del baño, saldría disparado por el agujero recién hecho, un cráneo humano. Después de pasado el susto, Luis y los obreros comenzaron a desenterrar el resto del cuerpo, que resultó haber estado atado a las tuberías de manos y pies y que vestía unos pants cafés y unos tenis Nike negros, atuendo que Luis inmediatamente identificó mientras un escalofrío eléctrico le recorrió el cuerpo entero.

No logra dormir pensando, ¿pero cómo demonios es que haya logrado escuchar tantos ruidos y siseos? Es fácil. Se trataba de las uñas de su progenitora que rascaban la pared intentando pedir auxilio (aún se ven los arañazos en la barda interior), lo que no deja lugar a ninguna duda: Julio L. la enterró viva y ella peleó por sobrevivir hasta el último aliento.