Cuento de día de muertos

18 de Abril de 2024

J. S Zolliker
J. S Zolliker

Cuento de día de muertos

La familia está reunida como cada domingo. Pero desde hace unas semanas, falta Alberto, el hijo mayor de cuatro, que procreó el matrimonio Cuellar Lozano. Tiene seis semanas que desapareció.

—Coma algo, Claudia —le conmina su suegra con extremas atenciones. La joven en respuesta, hace una mueca que pareciera querer dibujar una sonrisa, pero sigue sin probar bocado. Es una mujer guapa, aunque se le mira muy delgada y ojerosa. No puede evitar sentir repugnancia; antes de que desapareciera Alberto, su suegra, doña Amalia, era por demás tosca y ruda pero ahora, es un conjunto de monerías y atenciones que la han llevado al extremo de atravesar media ciudad para visitarla todas las tardes y entregarle algún contenedor con comida.

Claudia se casó con Alberto por el civil hace un par de años. Se conocieron en un bar y Alberto, muy gallardo se le plantó de frente y le dijo que quedó prendado de ella en cuanto la vio y que algún día se casarían. Efectivamente así fue. Después de un “tórrido romance”, a los pocos meses contrajeron matrimonio y ella se mudó a una propiedad que tenía él.

—Yo sé que no quieren hablar de esto —rompe el silencio su suegro—, pero estoy pensando en ir a la fiscalía de desaparecidos. Este país está derramando muertos y ya es mucho tiempo el que ha pasado sin que tengamos noticias suyas… Una de las hermanas comienza a llorar, apenas perceptiblemente. Doña Amalia, como quien no quiere seguir escuchando de algo que sabe de sobra, se levanta de su silla, toma algunos platos sucios y camina rumbo a la cocina.

—Creo que es una posibilidad que tenemos que contemplar —agrega compungida otra de sus hermanas, la que es médico y la menor de todos.

—No pierdo la esperanza de que pronto se ponga en contacto con nosotros, o al menos que nos pidan un rescate— contesta Claudia con la voz queda, entrecortada, mientras su suegra escucha sigilosamente la conversación desde la cocina. Luego, cerciorándose de que nadie la vea, doña Amalia saca de una de las bolsas frontales de su viejo suéter tejido, un teléfono celular. Oprime algunos botones, llega a los mensajes SMS, mira la pantalla y sonríe. “Que Dios me perdone”, dice para sí, antes de guardar el aparato para seguir con la faena de fregado de la loza.

Al día siguiente, Claudia sufrirá una grave crisis nerviosa y un ataque psicótico y tendrá que ser internada en un hospital psiquiátrico al sur de la ciudad para estabilizarla, y mientras esto sucede, entre bolsas de basura negras, será encontrado en la colonia Condesa, el torso de un hombre no identificado. Además de presentar algunas mordidas de perros callejeros que serán los primeros en ubicarlo, el torso exhibirá varias laceraciones mortales hechas con un arma blanca. La más profunda y grave, ubicada en la zona del hígado. Esa misma tarde, aparecerán en Iztapalapa otras bolsas negras que contendrán lo brazos y piernas —sin manos ni pies— del tronco antes hallado. Los expertos peritos argumentarán que han sido cortados con una sierra eléctrica. No hay una sola huella digital ni ningún otro elemento que permita identificar al cadáver.

—¿No será Alberto, mamá?— pregunta con temor la hija menor cuando escucha las noticias que pasan en la TV después de la novela.

—No hija— responde con anormal seguridad doña Amalia. Acto seguido, siente que vibra el celular que hasta hace un momento, tenía resguardado en la bolsa de su suéter. Se levanta para ir al baño y desde la privacidad que le confiere el lugar, doña Amalia entra a los mensajes de texto y lee el último que recién le llegó: “Mamá, estoy llegando a Brasil. Dígale a Papá que la contacté y que no me busquen ni digan nada a nadie de esto. No se preocupe, es mejor así”. Doña Amalia sonríe, guarda el aparato y va con su esposo para mostrarle los mensajes que ha estado recibiendo las últimas semanas, sin saber que desde el hospital psiquiátrico donde finge delirios, con una fría sonrisa, cuando se encuentra sola, Claudia es quien manipula el teléfono de su difunto —y brutalmente cercenado— esposo.