Seguridad del gobierno

23 de Abril de 2024

J. S Zolliker
J. S Zolliker

Seguridad del gobierno

Se le ocurrió mientras barría la casa y fue como un relámpago, como una descarga que le recorrió la espina dorsal mientras cantaba una cumbia a todo pulmón. Ella disfruta los pocos momentos que tenía a solas, como cuando se encargaba del quehacer y ni su suegra ni su marido ni los pinches chamacos la estaban molestando.

No era frecuente, pero siempre sus mejores ideas le habían venido así, estando sola y cantando y de pronto, una centella le iluminaba el camino hacia un mundo mejor. Así sucedió cuando se le ocurrió aliviarse del último embarazo y pensó en tomarse aquel brebaje del que le había contado —una sola vez— su abuela cuando era niña.

Es cierto, le costó trabajo recordar la receta y también se puso grave al grado en que casi se muere en la unidad médica familiar del pueblo cercano, pero se libró de aquel crío que solamente sería otro grito que lloraría todo el día y que les dividiría —de nuevo— los ya muy limitados recursos que había.

Ella siempre ha odiado al Chuy, “su marido”. La verdad, es que nunca lo quiso y nunca se casaron. Aquel cabrón un buen día la secuestró y se la llevó al pueblo vecino porque le gustó cuando era apenas una chamaca que vendía palanquetas en la gasolinera junto a la carretera. Él venía tomado y con sus compinches y sus armas y la cargó a la mala y la subió a la camioneta y se la llevó y nadie dijo nada porque en este país es más penado robarse una vaca que una chamaca.

Además, el Chuy, es una persona importante y respetada en la zona porque la gente le tiene miedo. Se toma unos tragos, se mete unas líneas y le pierde el miedo a lo que sea, incluida la muerte. Por eso, se persigna ante la Santa y comanda una unidad grande, que lo mismo asaltan, trafican, huachicolean o siembran. Ese es el Chuy, que se desaparece tres meses porque debe andar en el monte con putas y putos y pastas y perico y vuelve y la viola repetidas veces –a veces por donde no debiese– sólo porque anda jarioso y luego le ordena que le haga de comer un caldo y si se tarda mucho, la golpea.

Ella decidió ya. Escuchó del tema a la salida de la iglesia evangélica a la que se unió a escondidas: el nuevo gobierno está dando dinero –entre 10 y 30 mil pesos– a las familias víctimas de personas de desaparición forzada.
Al Chuy no lo encontrarán nunca. Apenas aquel cabrón salga de casa para irse otros tres meses al monte, ella llamará a un número de teléfono que le dio el pastor. Lo demás, los detalles, no le interesan ni quiere saberlos.

De acuerdo con lo planeado con el clérigo, un mes después presentará su denuncia para comenzar a recibir el beneficio económico y la bendición de ser viuda: ya no le costará tanto alimentar a los pinches chamacos que aquél le injertó sin su consentimiento. Le encantaría que su suegra desapareciera también, pero está dispuesta a cargarla como su cruz, como método de expiación. “Y líbranos de todo mal” (la palabra “librar” viene de “ruomai” y significa “rescatar, salvar, o proteger a alguien de algo o alguien más”). “Gracias gobierno. Gracias Dios”, pensó, sin saber que el Chuy ya se había enterado de los planes de seguridad del gobierno y del ministro de culto y de ella, y que estaba por arremeter con toda su fuerza, en eso que algunos llaman pacificación, pero que en realidad los armados siguen considerando que se trata de una guerra.