Una historia para recordar

19 de Abril de 2024

Diana Loyola

Una historia para recordar

DIANA LOYOLA

“Entre gula y templanza” es un libro maravilloso escrito por Sonia Corcuera de Mancera hace más de 35 años. Pionero en tratar la historia culinaria mexicana, es una joya amenísima que recomiendo ampliamente. Para mí fue un libro de consulta constante en la Universidad y sin duda, uno de mis libros favoritos. Desde la primera vez que lo leí, allá por 1997, hubo una historia (de entre muchísimas interesantes) que me llamó la atención por varias razones: la capacidad de adaptación de los pueblos chichimecas –como nombraban los españoles a los grupos nómadas del norte de México- a una de las zonas más inhóspitas y, como les califica la misma Sonia, agresivas del país y el asombro total por la práctica que llevaban a cabo y que a continuación les comparto.

Corcuera de Mancera cita a Miguel del Barco, quien describió en el siglo XVIII en su “Historia natural y crónica de la Antigua California” la “segunda cosecha de pitahaya”:

En tiempo de pitahayas, en que [los californios] regularmente no comían otra cosa, cada familia prevenía un sitio cerca de su habitación en que iban a deponer la pitahaya después de digerida según orden natural; y para mayor limpieza ponían en aquel sitio piedras llanas o yerbas largas y secas o cosa semejante, en que hacer la deposición sin que se mezclase con tierra o con arena. Después de bien seca la echaban en las bateas las mujeres, desmenuzándola allí con las manos hasta reducir a polvo todo lo superfluo y que no era semilla de pitahayas: sin que esta operación les causase más fastidio que si anduvieran sus manos entre flores.

Estas semillas recuperadas eran tostadas y molidas, para después comerlas hechas polvo. Tal vez desde nuestra perspectiva actual esta práctica resulte sorprendente, sin embargo, es importante recaer en la idea que esto podía constituir la diferencia entre pasar hambre y sobrevivir. Allende el aprecio por la pitahaya y la voluntad de no desperdiciar ni sus semillas (minúsculas por cierto).

Gran historia ¿no es así?. Estos pueblos aprovechaban todos los recursos disponibles, con extraordinaria adaptabilidad y falta de prejuicio. Comían también, por ejemplo, cuanto insecto o arácnido se encontraban; las arañas patonas o zanconas, eran machacadas un poco antes de comerlas para que no salieran huyendo. Estos bocados protéicos bien podían ser sustituidos por piojos, o por reptiles, aves o mamíferos, si tenían más suerte.

La falta de alimento hacía que estos grupos indígenas dedicaran una enorme cantidad de tiempo y de esfuerzo para obtener pobres resultados, por lo que desarrollaron una sorprendente capacidad de adaptación al cambio, al hambre, a lo salvaje y agreste de la zona.

Desde la manera de concebir el mundo de los misioneros, a estos hombres creativos y adaptados, fueron vistos como bárbaros y los predicadores se esforzaron por “civilizarlos”, rompiendo sus hábitos alimenticios e imponiendo su manera de comer.

Es delicioso volver a encontrarme con este libro, recorrer nuevamente el bagaje culinario nacido de la escasez y también de la abundancia. El origen y raíz de más de un hábito alimenticio y sobre todo las formas peculiares del mestizaje.

¡Hasta la próxima!

@didiloyola