Política sin razón

18 de Abril de 2024

Antonio Cuéllar

Política sin razón

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Por muy bien que sea recibido el resultado de la votación de los diputados del domingo pasado, que logró descarrilar la iniciativa presidencial que proponía regresión en la regulación de la materia energética en perjuicio de la competitividad y el medio ambiente, el fenómeno de desgobierno comprobado evidencia el estado de caducidad de nuestro sistema político nacional.

La política, la cosa pública, es la actividad que llevamos a cabo como ciudadanos con la finalidad de discernir caminos a través de los cuales zanjar nuestras diferencias y resolver los avatares que nuestra convivencia nos pone enfrente todos los días. Con el más loable propósito de facilitar el entendimiento y evitar desastrosas discrepancias, la Constitución establece que éste, el debate, no se realice llanamente, sino a través de representantes populares en una arena pública: el Congreso. El objeto del sufragio y la elección de diputados y senadores es precisamente ese, el de designar a quienes hablen y discutan en nuestro nombre para elegir, en su función de gobernantes, los mejores instrumentos legales para crecer y desarrollarnos como sociedad.

En la Constitución se contempla un proceso legislativo que comienza con la recepción parlamentaria de iniciativas de ley, o de reformas o modificaciones a las ya existentes, que se ve sucedido por discusiones parlamentarias en comisiones o en pleno, de las que se desprenden dictámenes y minutas que, una vez sancionadas y promulgadas por el Ejecutivo, se publican en el Diario Oficial de la Federación y se convierten en leyes, que al entrar en vigor obligan a toda persona a su cumplimiento. La fase de debate de toda ley constituye el aspecto esencial de la labor parlamentaria, en la que la función protectora de los intereses de la Nación llega a materializarse de manera cierta y objetiva. Un proceso legislativo carente de debate sería equiparable a un inútil desfile de servidores públicos reunidos para levantar la mano, con posibles intereses contrarios a los intereses de la Nación.

Todo estudiante de derecho aprende desde los primeros meses de la carrera, que el derecho es una ciencia mucho más compleja que la mera ley, y que las fuentes reales o primarias que dan luz a esta ciencia, son la razón y la realidad social. La juridicidad de las leyes que aprueban los órganos legislativos del país, su legitimidad, depende de la razón y de su correspondencia con la realidad. Cuando éstas faltan, la ley carece de un sustento que la hace intrínsecamente inconstitucional, inválida, por ser irrazonable o desproporcionada.

La semana antepasada tuvo lugar una sesión en la que los ministros de la Suprema Corte de Justicia deliberaron sobre la validez de una ley de la industria eléctrica que demostraba ser claramente contraria a la letra misma de la Constitución. En más de una ocasión, pudimos apreciar cómo la argumentación jurídica esperada se desvió a un ámbito de posicionamiento ideológico de los exponentes en una forma que escapa a la tarea misma que el Tribunal Supremo del país tiene encomendada. La votación alcanzada acabó siendo útil para dar cauce y sustentabilidad a los propósitos sociales que la propia ley analizada debe satisfacer, dadas las circunstancias históricas presentes; sin embargo, el ejercicio de la función pública, en sí misma, distó mucho de satisfacer esa misma “cosa pública” que, en el ámbito de la división de poderes y equilibrio constitucional, dispone nuestra Ley Fundamental.

El proceso legislativo del domingo pasado ha sido analizado desde una perspectiva mayoritariamente político-electoral. Se habla de los efectos que la unión de los partidos políticos de oposición puede significar con respecto al proyecto político del partido gobernante. Se dice que podría ser el inicio del fin del sexenio o, desde otra perspectiva, el arranque de la carrera por la candidatura oficial y, consiguientemente, un posible cisma en Morena.

Más allá de las consecuencias políticas de la votación, vemos con preocupación el fenómeno que la radicalización de la retórica presidencial ha venido a provocar en el órgano parlamentario constitucionalmente concebido para encontrar, en función de la razón y nuestra realidad social, las mejores fórmulas para resolver los problemas que aquejan a la Nación. El fundamentalismo del proyecto transformador del país ha venido a aniquilar, por las vías de hecho, la posibilidad de que haya cualquier debate legislativo, en detrimento del bienestar general. Existiendo razones atrás de cada uno de los postulados que justificaron el voto de cada legislador presente, no hubo deliberación alguna que permitiera construir un camino intermedio, útil para resolver cualquier problema existente que hubiera sido identificado. La imposición aniquiló cualquier intento de razón.

La ausencia de argumentación constitucional en el seno de la Suprema Corte de Justicia, a la par que la carencia de debate y deliberación parlamentaria en el seno del Congreso de la Unión, ambos respecto de leyes existentes o iniciativas de reforma presentadas por el Presidente de la República, que pudieran servir para lograr la mejor interpretación del derecho posible que conduzca atender con apego a la lógica y la experiencia aquello que más le conviene al país –en la materia energética en este caso, como podría serlo cualquiera otra en lo sucesivo–, refleja el estancamiento mismo de las instituciones, y su precariedad y fragilidad ante el embate del que han sido presas del Presidente de la República.

La sesión del Pleno de la Suprema Corte de Justicia y de la Cámara de Diputados, que sirvió para demostrar la influencia o la fuerza política que el partido gobernante tiene para allegarse de votos y voluntades, pone de relieve la degradación de la que ha sido objeto nuestro sistema político. En la búsqueda de fórmulas y mecanismos para imponer una sola voluntad, se ha mermado el propósito de las instituciones y de la república. Mientras más se aleja de la justicia y de la razón, para dar paso a la imposición del poder por el poder mismo, nuestro sistema político fallece poco a poco, y con él nuestro futuro. La posibilidad de que el debate reviva, alumbrado por la unión demostrada el domingo pasado, mantiene viva la esperanza de mejores tiempos para nuestra democracia.

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