Los mercados y sus bondades

19 de Abril de 2024

Diana Loyola

Los mercados y sus bondades

diana loyola

Esta tarde me encaminé rumbo al mercado del barrio. El aire frío me tenía congeladas la punta de la nariz y de los pies y las manos cerradas —tratando vanamente de que no se me enfríen— abrazando de un lado el monedero y del otro las asas de la bolsa del mandado. El invierno me roza cada centímetro de piel expuesta, apresuro el paso y me mudo a la acera donde da el sol para intentar entrar en calor. “Debí abrigarme más”, me repito mientras mis pasos me acercan. Pocas cuadras más adelante lo veo al doblar la esquina: ahí está recién pintado, el mercado y su ajetreo.

De pronto mis sentidos despiertan sacándome la idea del frío de la cabeza. Varios puestos tienen colgados sobre sí, piñatas que desbordan colores, con cinco y siete picos, con flecos colgando de cada uno y diseños de flores de nochebuenas en el centro. Son tan bonitas que no logro bajar la vista. El escandaloso olor de las guayabas jala mi atención y las miro, presumidas, junto a los tímidos tejocotes (que todavía inmaduros no lucen su espléndido naranja). Limas, naranjas, manzanas, piñas, plátanos; fresas, uvas y toronjas completan el cuadro, y detrás, la marchanta corta con un machete —y asombrosa precisión— las cañas de azúcar en trozos de unos 10 centímetros ¿Se las pelo marchantita?, ¿qué más le ponemos? ¡Présteme su bolsa para acomodarle todo!

Qué ganas de un ponche de frutas, de una ensalada de manzana, de que ya lleguen los días de fiesta para hacer una posada.

Los puestos son un hallazgo en cada visita, donde están hoy las guayabas en septiembre hubo tunas o en junio, mangos. Las frutas de temporada cambian y con ellas los colores, los olores, los antojos. Me siento irremediablemente seducida por los paisajes coloridos que ofrece cada puesto, salivo y mi mente devanea entre caprichos y extravagancias culinarias. Siento hambre, o mejor dicho hambres, glotonas y golosas.

Dejo que mi nariz, mis ojos, mi cerebro, mi piel, se invadan, se inviten, se inunden de texturas, de formas, de cada fruta, de cada verdura y evoco sus sabores. Comienzo un viaje sensorial que me enchina la piel y me alborota las apetencias.

Recuerdo unos higos barrocos, mordidos a dos bocas, que terminaron en feliz encuentro. Unas cerezas traviesas que al morderlas explotaron de gusto manchándome el escote. Unas fresas con miel y pimienta que fueron preámbulo de un texto voluptuoso. Unas supremas de toronja con azúcar y mezcal que me encendieron las ganas… La erótica del placer de las frutas compartidas.

Tantas historias no contadas. Aterrizo sin quererlo, rehusándome a dejar mis remembranzas sensuales-gastronómicas, pero mi marchante insiste en que lleve pérsimos y granadas chinas. Regreso a mis pies, a la pesada bolsa que llevo en mi mano izquierda, a la sonrisa del niño que mira las piñatas asombrado. Emprendo el regreso a casa, casi plena, satisfecha como si hubiese tenido un encuentro amoroso. “Lo tuve” pienso, entre mis recuerdos, mis hambres, mis antojos, mis sentidos en alerta. Sonrío y me pregunto ¿por qué no vengo al mercado más seguido?

Somos afortunados en este país generoso que nos llena (todo el año) de maravillas en los mercados, de experiencias en la panza, de dichas culinarias que alimentan el cuerpo y el alma, de bondades que colman el corazón. Todo es cuestión de abandonarse, entregarse, dejarse impactar por los regalos que cualquier mercado ofrece. Siento las manos heladas y no siento los pies, pero eso no importa.