Feliz, feliz, feliz

24 de Abril de 2024

Héctor J. Villarreal Ordóñez

Feliz, feliz, feliz

A la pregunta sobre cómo deben vivir las personas, Aristóteles respondía 300 años antes de Cristo que en busca de la felicidad.La pregunta que sigue es ¿qué significa la felicidad? A eso, el filósofo respondía, entre otras cosas, que es algo que se consigue mediante los poderes de la razón.

Por aquellos años, también en Grecia, Epicuro razonó que era muy importante perder el miedo a morir para disfrutar de la vida. Asumía que el objetivo de la filosofía era precisamente ayudar a encontrar la felicidad y vivirla en la práctica, llevando una vida sencilla y con deseos que sean fáciles de satisfacer.

Trescientos años antes, un pensador fundamental de la civilización china, Lao Tzu, había apuntado que la felicidad tiene que ver con vivir el presente, pues estar pensando el pasado tiende a llevar a la depresión, mientras que vivir concentrado en el futuro conduce a la ansiedad.

Más recientemente, en el siglo XVIII, Immanuel Kant afirmó en Alemania que la felicidad es un asunto empírico y cada quien lo entiende a su modo. Ser feliz, decía, es algo con lo que nos topamos en la vida, no algo alcanzable a través de una búsqueda. Kant pensaba que alguien dedicado a cultivar la razón tiene de hecho más dificultades para ser feliz, pues su conexión con la naturaleza y con lo primario es menor, pero gana, en cambio, la dignidad de construirse a sí mismo y de alejarse de lo puramente instintivo.

Después, Friedrich Nietzsche consideró que la felicidad sólo surge de seguir leyes autoimpuestas por el individuo y no de atender normas externas a la voluntad propia. Nietzsche desarrolló la idea de que creer en Dios no es razonable. Dios ha muerto, dijo, y en su ausencia se abren nuevas posibilidades para la humanidad, tan aterradoras como estimulantes, pues
se anulan las reglas para la vida y el comportamiento aportadas antes por la religión, de modo que los individuos quedan en condición de crear sus propios valores y estilos de vida, y sólo en esa ruta es factible tocar la felicidad.

La búsqueda de la felicidad ha sido una cuestión central y fascinante en la historia del pensamiento. Una búsqueda relacionada casi siempre con la razón, los argumentos, los hechos y el contacto con la realidad.

En nuestra agenda mexicana, la felicidad es en estos días tema de moda. El presidente Andrés Manuel López Obrador la ha puesto ahí desde el atril de sus disertaciones mañaneras y, el domingo pasado, más enfáticamente, en su primer/tercer informe al pueblo de México.

Desde el patio del Palacio que habita, declaró que aquellos que no le aplauden han sido moralmente derrotados, porque son “la reacción” y llevan el estigma de “la prostitución y el oprobio”. López Obrador refrendó ese domingo su ambición por “moralizar la vida pública” para que nada ni nadie detenga la aplicación del “principio supremo de la soberanía del pueblo”, el cual se impondrá a los ambiciosos “seducidos por el falso brillo de lo material y lo mezquino”, esos que andan aturdidos por el abrumador apoyo hacia él y su pretendida “transformación”, a diferencia de los suyos que están muy contentos y marchan y aplauden al ritmo de su alegre proclama: ¡feliz, feliz, feliz!

El Presidente robustece y se apega a su poderoso y funcional relato político, que empaqueta el enojo, la esperanza y la proclamación de la conquista de la felicidad nacional. Así, con los datos suyos, pero sin datos reales que sirvan para construir soluciones o bienes reales, esa alegría se impone y se nutre con sus parábolas y sus frases repetidas infinitamente. Afuera, la violencia crece, pero la economía, no; el empleo y la inversión disminuyen, pero la pobreza, no.

La felicidad del presidente López Obrador no es racional, pero es evidente. Está por verse si será contagiosa.