¿Llegó el momento del ingreso básico?

16 de Abril de 2024

Héctor J. Villarreal Ordóñez

¿Llegó el momento del ingreso básico?

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En Las intermitencias de la muerte, la protagonista, la muerte, va y viene, casi siempre invisible. Se esconde para espiar en los rincones de alguna habitación y se sienta para descansar y acariciar a un perro en un sillón, pero cuando ella quiere se deja ver con su horrenda forma original o se vuelve una mujer hermosa. Esa muerte corre aventuras, escribe cartas, manda mensajes por televisión, se va del mundo y luego regresa.

La novela, publicada en 2005, cinco años antes de que la muerte recogiera a José Saramago, arranca con una epidemia opuesta a la que tenemos nosotros, porque en aquella no aumenta la cuenta de los muertos, sino que se detiene intempestivamente.

El retiro súbito de la muerte provoca en el país de esos sucesos una grave crisis sanitaria, económica y social. Los industriales de los rituales fúnebres, los dueños de los hospitales, el cardenal que manda en la iglesia católica, los capitanes de la mafia y los políticos a cargo del gobierno se quiebran la cabeza ante la ausencia de muerte, hasta que algunos descubren que la emergencia les ha caído como anillo al dedo, encuentran el modito para dar nuevo sentido a sus frágiles relatos y seguir medrando de una patria donde morir deja de ser el destino natural.

En nuestra realidad, en cambio, la pandemia nos ha puesto cara a cara con la muerte. Se recomienda no salir a buscarla, pero voluntariosa como fue la de la novela para irse, ésta llegó de un día para otro flotando en el aire. Dicen los científicos —que sí saben, porque los ciudadanos no somos todólogos— que esta muerte puede estar en la superficie del objeto más trivial o en las manos de los demás, entrar a nuestras casas pegada en la suela de un zapato, en la bolsa del supermercado o diluida en el llanto. Ya se investiga incluso que ande metida en las patas de una mosca o viaje en la corriente de viento que se cuela por una ventana que se quedó abierta en la noche.

La muerte intermitente de Saramago decidió un día enviar gentiles cartas a sus futuras víctimas, para darles tiempo de poner sus cosas en orden, despedirse de sus familiares y pagar sus deudas. Por el contrario, la muerte de nuestra pandemia se agazapa varios días sin hacer ruido ni dar señales de vida, para sorprendernos una noche, mandarnos a intubar y arrancarnos de este mundo bajo la luz blanca de una caótica sala de terapia intensiva de un hospital a medio terminar, sin dejar que el fallecido acabe con lo que sea que estuviera haciendo o alcance a decir alguna cosa que sus dolientes puedan después recordar.

Aún sin haber muerto nunca, puede decirse que la muerte se vive distinto según a dónde creemos que nos va a llevar. La mayoría tiene un cielo, un infierno o una nada particular, habitados por los ángeles, los demonios o el vacío que a cada quien le haya dado la gana imaginar. La ilusión de ese siguiente lugar suaviza o dificulta el cruce por la puerta y la ruta al más allá, pero de que la muerte es una visita incómoda casi siempre lo es, igual para el que no vive por tanto que le teme como para el que la anda buscando, porque es bien sabido por el pueblo y hay sobrada evidencia de que cuando te toca ni aunque te quites y cuando no te toca ni aunque te pongas.

La pandemia rompe los acuerdos con la muerte. La esperanza de vida que parecía más amplia y prometedora luce ahora topada por la línea de edad en la que se pasa a ser población de riesgo. Los avances de la ciencia para alargar la existencia en la Tierra se ven anulados por el código bioético que administra la disponibilidad de ventiladores de soporte respiratorio. Hasta las misas y los novenarios que servían para despedir al muerto, han sido acotados a su versión online.

En la parte final de Las intermitencias de la muerte Saramago hace que ésta viva en carne propia algo de la experiencia de la humanidad y hasta la hace dudar de su macabra función. Pero la muerte de nuestra pandemia no ha sido aún conmovida por las pasiones, los miedos, las culpas o los sueños de los hombres. Al contrario, flota campante en las morgues repletas de los hospitales colapsados, en el agotamiento de los médicos y enfermeras, y en el desconcierto de una sociedad asustada y sin guía, que no sabe para dónde mirar.

La pandemia ha sido también como un misil que golpea en el centro de nuestro relato liberal y visibiliza mucho de lo que por años hemos hecho muy mal. La muerte que llega con el virus está lejos de ser domada. Por ahora camina libre en los rostros enmascarados de los que se animan a salir a la calle y alimenta la retórica de uno que otro que trata de aprovechar. Parece que la muerte tiene pensado quedarse todavía un buen rato por acá y habrá aprender más para vivir con ella.