Desaparecido

17 de Abril de 2024

J. S Zolliker
J. S Zolliker

Desaparecido

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Está la familia entera sentada a la mesa, como cada domingo. Pero desde hace unas semanas, falta él, Alberto, el hijo mayor de cuatro, que procreó el matrimonio Cuellar Corida. Tiene seis semanas que desapareció.

—Coma algo, Claudia, le conmina su suegra con extremada gracia—. Necesita estar fuerte para cuando regrese. La joven hace una mueca por respuesta que pareciera querer dibujar una sonrisa, pero sigue sin probar bocado. Es una mujer guapa, aunque se le mira muy delgada y ojerosa. No puede evitar sentir repugnancia; antes de que desapareciera Alberto, su suegra, doña Amalia, era por demás tosca y ruda pero ahora, un conjunto de monerías y atenciones que la han llevado al extremo de atravesar media ciudad para visitarla todas las tardes y llevarle algún guiso.

Claudia se casó con Alberto por el civil hace un par de años. Se conocieron en Colombia, en un restaurante para turistas. Ella estaba con unas amigas bailando y Alberto, aquel mexicano gallardo, se le plantó de frente y le dijo que quedó prendado en cuanto la vio y que se quería casar con ella, así, sin más y sin aspavientos. Lo que sucedió después, fue lo que las novelas rosas llaman un “tórrido romance”, que culminó a los pocos meses con el matrimonio de la pareja y la mudanza de ella a la ciudad de México.

—Yo sé que no quieren hablar de esto —rompe el silencio su suegro— pero he puesto una denuncia en la fiscalía de desaparecidos. Este país está derramando muertos y ya es mucho tiempo el que ha pasado sin que tengamos noticias suyas… Una de las hermanas comienza a llorar, apenas perceptiblemente. Doña Amalia, como quien no quiere seguir escuchando de algo que se sabe de sobra, mejor se levanta, toma algunos platos sucios y se va rumbo a la cocina.

—Creo que es una posibilidad que tenemos que contemplar —agrega compungida otra de sus hermanas, la que es médico y la menor de todos.

—No pierdo la esperanza de que pronto se ponga en contacto con nosotros, o al menos que nos pidan un rescate— dice Claudia con la voz queda, entrecortada, mientras su suegra escucha sigilosamente la conversación desde la cocina. Luego, cerciorándose de que nadie la vea, doña Amalia saca de una de las bolsas frontales de su suéter rojo, un teléfono celular. Oprime algunos botones, llega a los mensajes SMS’s, mira la pantalla y sonríe. “Que Dios me perdone”, dice para sí, antes de guardar el aparato para seguir con la faena de fregado de la loza.

Al día siguiente, Claudia sufrirá una grave crisis nerviosa y tendrá que ser internada en un hospital psiquiátrico al sur de la ciudad para estabilizarla, y mientras esto sucede, entre bolsas de basura negras, será encontrado en la colonia Condesa, el torso de un hombre no identificado. Además de presentar algunas mordidas de los perros callejeros que serán los primeros en ubicarlo, el torso exhibirá varias laceraciones mortales hechas con un arma blanca. La más profunda y grave, ubicada en la zona del hígado.

Más tarde, aparecerán en Iztapalapa otras bolsas negras, que contendrán lo brazos y piernas —sin manos ni pies— del tronco antes hallado. Los expertos argumentarán que parecieran haber sido cortados con una sierra eléctrica. No hay una sola huella digital ni ningún otro elemento que permita identificar al cadáver.

—¿No será Alberto, mamá?— pregunta con temor la hija menor cuando escucha las noticias que pasan en la TV después de la novela.

—No hija— responde con anormal seguridad doña Amalia. Acto seguido, siente que vibra el celular que hasta hace un momento, tenía resguardado en la bolsa de su suéter. Se levanta para ir al baño y desde la privacidad que le confiere el lugar, doña Amalia entra a los mensajes de texto y lee el último que recién le llegó: “Má estoy llegando a Brasil. Dígale a Pá que la contacté y que no me busque ni diga nada a nadie de esto. No se preocupe es mejor así”. Doña Amalia sonríe, guarda el aparato y va con su esposo para mostrarle los mensajes que ha estado recibiendo las últimas semanas, sin saber que desde el hospital psiquiátrico donde finge delirios, con una fría sonrisa, Claudia es quien manipula el teléfono de su difunto —y brutalmente cercenado— esposo.

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