El animal que cuenta historias

24 de Abril de 2024

Luis Alfredo Pérez

El animal que cuenta historias

Jonathan-GottschallFoto-WashjeffEdu

A Jonathan Gottschall no le gusta la música country; pero un día en que iba en su coche escuchando la radio no reaccionó con rapidez, y para cuando acordó estaba enganchado en la historia de un joven que va a pedir la mano de su novia, y mientras espera a su casi suegro mira las fotografías que la familia tiene de su futura esposa: jugando a Cenicienta, en bicicleta por primera vez, bailando arrobada con su padre.

El joven comprende entonces que está a punto de robarle la princesa al papá al que se dispone a ver. Era un día soleado y hermoso, y sin embargo Gottschall, él mismo padre de dos niñas, se detuvo en la orilla de la carretera para llorar sin poner en peligro a nadie.

El asunto lo dejó perplejo. ¿Por qué una historia de ficción había tenido semejante efecto en él?

En su libro The Storytelling Animal (2012), escrito con talento y que se lee con la facilidad de un thriller, comienza preguntándose si nuestro amor por contar y escuchar historias obedece a una razón social (chismear) o se trata simplemente de una especie de consecuencia (sin mayor importancia biológica) de la manera en la cual el cerebro evolucionó para cumplir con funciones más importantes…

… pero termina descubriendo que, por descabellado que parezca, detrás de nuestra costumbre de transformarlo todo en una historia existen poderosas razones de supervivencia.

Lo primero que lo sorprendió fue darse cuenta de que vivimos tan inmersos en historias que ya no nos percatamos de ellas. Ya desde niños no sólo las inventamos, sino que las vivimos; aún más llamativo, las historias que los niños construyen están llenas de conflictos y frecuentemente son dramáticas. Las muñecas tienen hambre pero no quieren comer brócoli, o se portan mal y deben ser castigadas; los niños luchan contra dragones que quieren comerse a todo el kinder.

Si lo pensamos, los adultos nos enfrascamos en historias igual de dramáticas. No nos interesa la historia de un oficinista: queremos leer la historia de un oficinista que un día saca una metralleta y toma como rehenes a todos sus colegas del departamento de Contabilidad. O la historia de una chica pobre pero honrada, que llega a trabajar con una familia rica donde hay un guaperas y una bruja, etcétera.

Detrás de nuestra pasión por estos dramas hay varias explicaciones, pero hablemos de dos de ellas.

Según se ha documentado en experimentos con escáneres, nuestro cerebro activa las zonas donde ocurren los sentimientos que corresponden a lo que viven los protagonistas de las historias que leemos, escuchamos y observamos. Si el protagonista de una película está triste, nuestro cerebro “se pone” triste; incluso cuando vemos a un maniquí ser torturado, nuestro cerebro activa las neuronas que registran ese horror. ¿Qué sentido tiene? La explicación que encuentran los científicos es biológica: al ser expuesto a esas situaciones ficticias, el cerebro fortalece las conexiones entre neuronas que nos enseñan cómo reaccionar ante esas situaciones en la vida real.

La ficción se convierte así en una poderosa herramienta que permite al cerebro simular los grandes dilemas de la vida para que adquiramos experiencia. Tanto es así, que ahora se cree que el sentido de los sueños es permitirle que durante la noche continúe practicando.

Pero sucede también que la práctica totalidad de las historias que nos contamos tienen en su centro un elemento moral. Uno de los avances evolutivos decisivos del homo sapiens es que en algún momento su cerebro comenzó a ser capaz de organizar el incesante flujo de hechos en una narrativa que explicara el por qué estamos aquí, y hacemos las cosas como las hacemos y no de otra forma.

La raza humana ha sobrevivido, en parte, gracias a que informa a los nuevos miembros de la tribu qué espera de ellos –– a través de las historias que les cuenta. Y eso nos galvaniza en sociedades que comparten códigos y valores.

Resulta que las ficciones son una de las herramientas más poderosas para convertirnos en lo que somos. Pero de alguna manera lo intuíamos, ¿no es verdad? Por eso, aunque Rosa Salvaje es también una ficción, no es lo mismo que Anna Karenina.

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