Llevarse un poco del desierto

18 de Abril de 2024

Llevarse un poco del desierto

Captura de pantalla 2017-10-07 a las 4.10.48 p.m.

Así es la inmersión a la instalación “Carne y Arena”, la experiencia en realidad virtual creada por el escritor y cineasta, Alejandro G. Iñárritu

“La vida me ha pedido tanto y me ha dado tan poco”. Y no se puede pensar en nada más. La vista se hace profunda y quieta, como si quisiera perforar esa puerta, la que te ha dejado fuera de tu paso por la frontera. Hay polvo por todos lados, el desierto ha salido contigo. La arena se encuentra entre los pliegues de los pies. Y se hace un esfuerzo para que permanezca ahí, se aprietan los dedos en un esfuerzo por no dejarla escapar. Se sienten la resequedad y el frío. Ese frío, que permanecerá en las plantas de los pies desnudos, será la primera inmersión a la que arroja la instalación “Carne y Arena”, del escritor y cineasta, Alejandro G. Iñárritu, una experiencia en realidad virtual que sumerge en el desierto por el que miles de migrantes cruzan la frontera entre México y Estados Unidos. La caminata arranca desde que se avanza por la escalinata que conduce a la garita de acceso. Ahí, conforme se superan los escalones, un muro amarillento y sarroso de aproximadamente 4 metros de altura abre la única puerta que conducirá hacia la oscuridad de la migración; hacia el sueño americano. Un corazón traslucido nos corona antes de cruzar las cortinas de terciopelo negro. El viaje se hace solo y se cruza la frontera con la incertidumbre de lo que habrá del otro lado. El corazón advierte lo que está por venir. El muro, la frontera, el peligro. El corazón juega con las siglas U.S., fonéticamente iguales al artículo us, nosotros, ubicado en las planicies del ventrículo izquierdo; al otro lado, detrás del punteo que denota la existencia de un muro, separadas quedan las iniciales T.H.E.M., ellos. Dreamers, refugiados, citizens…migrantes. Migrantes sin documentos. Viajeros sin nombre, sin pertenencias, con esperanzas, con miedo. Eso somos, y nos convertimos en carne que intenta, que intentó y que intentará cuantas veces sean necesarias cruzar el desierto. Siempre en dirección al norte, siempre en dirección a la esperanza anhelada. La inmersión arranca de inmediato. Cuando se ha superado el espacio forrado de tinieblas y el espectador está listo se cruza una puerta metálica que se advierte pesada e impenetrable, una vez que se ha cruzado. Estamos en un cuarto rectangular de aproximadamente ocho metros hasta el muro del fondo por cuatro metros de ancho. Los pasos son cortos y cautos, hay bancas metálicas y dos pequeños letreros que ordenan: Despójese de los zapatos y calcetines. Colóquelos en los cajones. Siéntese y espere la alarma. El calzado nos separa de la realidad. De la tierra que raja las plantas, de la arena que yaga la piel, del frío que entume la esperanza. Son las “hieleras”, pequeños cuartos en los que los migrantes que son capturados por la U.S. Border Patrol son enviados. Son los Freezers destinados para los que ingresaron sin papeles. Son los zapatos, ese objeto que sin cuerpo sólo permite identificar la identidad por sus formas vacías. Ese artículo también les es arrebatado por la migra. Y entonces son “los”, se convierten en “ellos”, aquellos despojados de todo y ahora no son más. Y no lo son porque en estos sitios, en estas hieleras, los migrantes capturados, como usted lo estará, son encarcelados durante algunos días. Despojados de sus ropas de abrigo, descalzados y separados. Arrojados a estos lugares con luces blancas que provocan la sensación de que el frío es aún más profundo. Y lo es. No existe la calidez ahí. Nada la concede, y, para quien está ahí por primera vez, quizás por única, será un cementerio de historias. En el verano de 2014, otro viaje a los infiernos mostró al que escribe, que las ropas y, particularmente el calzado de quienes perdieron la vida en ese viaje se convierte en objetos cercanos a lo sagrado. Fue en la última sala del Yad Vashem, el Centro Mundial de Recuerdo del Holocausto en Jerusalem, en donde visitantes, aún apiñados, evitaban pisar un recuadro de cristal empotrado en piso, a través del cual se amontonaban los zapatos de quienes murieron en las cámaras de gas del régimen nazi. Los mismos zapatos; polvosos, con la tonalidad cobriza que regala el desierto. Arrugados por el sol calcinante y por el frío. Tirados por sus dueños, de los que se desconoce si lo habrán logrado, bordean el cuarto de espera. Esas sandalias, tenis y mocasines fueron rescatados por G. Iñárritu y colocados en esa sala helada, en la que se encontrará. Ahora, con los pies desnudos y dolorosos por el frío esperará la señal que le permita seguir. La luz blanca cambia por un horizonte amarillo. Los dedos del pie se hunden y las falanges tratan de asirse del terreno inestable. Ahí comenzó su viaje. Quien ha sido decenas de veces testigo de la realidad se convierte en protagonista. La instalación ideada por el cineasta, de la mano del fotógrafo Emmanuel Lubezki, sumerge. Ya no se es quien ingresó al Centro Cultural Universitario, sino un migrante en ruta cruzando el desierto. La mochila sobre los hombros, un visor de realidad virtual y un par de audífonos. El viaje ha comenzado. Pequeños arbustos y el viento que golpea. Acaba de amanecer, por la luz blanca del horizonte. A lo lejos, cansados y con paso torpe, se acerca un grupo. Acaban de cruzar, van acompañados por un hombre que porta una chamarra gruesa. Son diez en total, once contigo. Yoni, Lina, Manuel, Luis, Amaru, Jessica, Francisco, Carmen, Selena y John. Todos migrantes que cruzaron la frontera sin pasaporte y sin visa. Que vienen a trabajar y buscar un futuro lejos de la violencia de las pandillas centroamericanas. Amenazados en sus países, Guatemala, Honduras, El Salvador y México. Perseguidos. Lina ha caído, no puede más. El tobillo rompió por el esfuerzo de la caminata. Instintivamente todos caen sobre la arena. Manuel, un indígena quiché que no habla español, aprieta contra su vientre un bulto diminuto. Es su hijo, de tanto sólo cuatro meses, envuelto en una pequeña manta. La violencia del revolver con el que El Coyote los amenaza para que sigan caminando se rompe con el estruendo que proviene de los rotores de un helicóptero. En unos segundos al menos cinco agentes de la patrulla fronteriza te apuntan con rifles de alto poder. Los perros ladran desesperados. Put your hands up, levante las manos. Yoni se esconde en un arbusto. Luis, el mexicano, intenta correr, él si habla inglés. Entonces los agentes ordenan que todos vayan al suelo. El instinto llama a buscar resguardo. A correr, y entonces una gota de realidad: “no corra, no importa que pase, no corra”. El tirón súbito de una cuerda atada a la mochila te regresa a la realidad. La escena se desarrolla muy rápido. La “realidad” bombardea. Una mesa, con personajes digitales aparece en medio del desierto. Sentados en las cabeceras una mujer y una niña; sobre la tabla realidades paralelas; una balsa con migrantes de otras latitudes que se conectan en el fondo del Mediterráneo y una figura que pide refugio avanza de rodillas sobre la superficie. La luz que aturde se proyecta desde el helicóptero hacia el rostro. El polvo se levanta. La violencia se desarrolla. Los hombres son arrojados al suelo y asegurados de las muñecas con cintas plásticas. El viaje por el desierto ha terminado y cuando el grupo es dirigido hacia las camionetas uno de los agentes dirige su arma hacia tu rostro. Rodillas al suelo. Negros. La transición te ha llevado nuevamente al cuarto. Ese del principio, polvoso, en el que una parte del desierto se ha ido contigo. “Nadie que no sienta empatía por estas personas que ponen su vida en tanto riesgo meceré mi atención. No me interesa hablar con ellos”, sabrá el espectador minutos después. Será el testimonio de John, un hombre de más de 60 años que fue agente de la patrulla fronteriza. Nuevamente la puerta que sólo se abre con la autorización de la alarma. Un pasillo en penumbras y a la izquierda el muro. Fragmentos que sirvieron como plataformas para helicópteros en la guerra de Vietnam, los mismos que sirvieron como barrera fronteriza, los mismos oxidados y terregosos pedazos de metal laminado que ahora ocupan un espacio en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco. Y al final del túnel, entre el estruendo de las láminas agitadas por la inmersión de otro migrante improvisado, están ellos. Los que no eran y ahora son. Las historias que G. Iñárritu tomó como base para idear Carne y Arena. Sus rostros salen de foco para contar su historia. “Cuando cruzamos voltee y lloré por el país y la familia que había dejado atrás. Pero ya había llegado hasta aquí. No podía rendirme”, Yoni. “Fingí ser lesbiana para que los policías no me tocaran”, Carmen. “Cruzamos solos los tres. Cuando nos agarró la patrulla fronteriza no podían creer que estuviéramos solos”, Francisco. “Trabajé durante 20 años para sentarme a la mesa con mis hijos, para traerlos uno a uno. A mi hija la dejé de tres años, la volví a ver con 23”, Lina. “La vida me ha pedido tanto y me ha dado tan poco”, Amaru. (Fotos @jvillalpandoc)