Matar a un ruiseñor

25 de Abril de 2024

Tuni Levy

Matar a un ruiseñor

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Para sacar una nota aceptable en la clase de la Miss Ellen Molina había que leer. Mi labia y mi imaginación en innumerables ocasiones habían podido salvarme de la tarea de pasar a través de las páginas de un libro. Con la Miss Ellen no, sus exámenes eran tan exhaustivos que te sorprendía al menor descuido. Unos panfletos amarillos que a veces algunos compañeros conseguían, resumían los libros de texto capítulo por capitulo en unas cuantas hojas. Se llamaban Cliff Notes o algo así. Pero era riesgoso utilizarlos cuando la Miss Ellen buscaba examinarte.

Así fue como To Kill a Mockingbird cayó en mis manos. No tuve opción y, contra mi voluntad como mucho de lo que hacíamos en la secundaria, lo tuve que leer. Completito, sin saltarme capítulos, sin que me lo platicara un compañero, sin ver la película como rápido recurso.

Cuando lo acabé, lo nombre mi libro favorito. A los trece o catorce no había leído ninguna biblioteca; con trabajos mi cultura literaria se comparaba con el contenido de un buró, así que no tenía mucho con que contrastarlo, pero el texto de Harper Lee, algún efecto logró en mí.

Aticus Finch, un abogado blanco estadounidense del sur segregacionista, defiende a un africoamericano en un juicio que, de inicio está perdido. Su hija Scout, de seis años, pelea contra los niños que insultan el nombre de su padre por haber tomado el caso y conoce la empatía cuando entiende más de la vida de uno de sus vecinos que no sale de su casa. Y así, entre letras impresas, se inmortalizan las frases: “quería que descubrieras lo que es el verdadero valor, hijo, en vez de creer que lo encarna un hombre con una pistola. Uno es valiente cuando, sabiendo que la batalla está perdida de antemano, lo intenta a pesar de todo, y lucha hasta el final, pase lo que pase. Uno vence raras veces, pero alguna vez vence” (Aticus Finch a su hijo Jemm), “Uno no comprende realmente a una persona hasta que se mete en su piel y camina dentro de ella”.

No he releído Matar a un Ruiseñor. Me quedé con lo que me dejó cuando apenas comenzaba a entender que un libro podía servir para algo más que decorar un librero. La autora sin mucho ruido murió la semana pasada en el mismo pueblo que inspiró la historia. Su funeral fue breve y de bajo perfil. Un periodista escribió haber visto ruiseñores en los árboles del cementerio. Yo me recordé en un pupitre. Leyendo.