A López de Santa Anna, el once veces presidente de México que lo mismo fue defensor de la monarquía, que republicano independentista, que unitario, que federal, que liberal y que conservador, un buen día decidió que enterraría a su pierna amputada en un funeral de Estado, con todos los honores debidos, incluyendo la presencia de embajadores, gobernadores y obispos.
Rafael Leónidas Trujillo, en República Dominicana, mandó instalar una placa en todas las iglesias que rezaba “Dios en el cielo, Trujillo en la tierra”, tras comprar la idea de que su fuerza de gobierno era moral y divina.
Francisco Franco se adjudicó el título de “Caudillo de España por la Gracia de Dios”. Y el albano Enver Hoxha, prohibió las barbas y bigotes por un complejo barbilampiño que le convenció que los vellos faciales eran símbolo de una burguesía que debía extinguir.
Para el libio Muamar Gadafi, sólo mujeres eran dignas de cuidarlo y sólo a las vírgenes habría de confiarles su seguridad. Y qué decir del argentino Juan Domingo Perón, para quien “los intereses de la nación, siempre cambiantes y ajustados a la circunstancia, sólo podían ser correctamente interpretados por la única persona dotada con la clarividencia necesaria para justificar cualquier cambio de estrategia: él mismo”, como bien lo señaló Luis Esteban Manrique.
Y es que, como causa y consecuencia, en algunas generaciones se origina y se sustenta un infantilismo social que en su momento Lenin supo aprovechar cuando ofrecía soluciones simplistas e inviables a problemas sumamente complejos, lo que acrecentaba la adoración que le tenía el pueblo, aunque las complicaciones se agravaran con el tiempo. “La gente ya ha escuchado demasiado a los expertos”, repetía en sus discursos, expresando el desprecio que sentía por el conocimiento de los especialistas.
Mussolini por su parte, decía que “nos permitimos ser aristocráticos y democráticos, conservadores y progresistas, reaccionarios y revolucionarios, legales e ilegales, según las circunstancias de tiempo, lugar y ambiente”. Porque así, el autócrata puede lo mismo cautivar y utilizar en su favor a progresistas activistas de los derechos sexuales de las minorías, que a evangélicos ultraconservadores y machistas, que a jóvenes intranquilos porque otros modelos les pintan sus condiciones de vida y trabajo peores aún que las de sus padres, y entonces todos terminan convenciéndose de que el complejo problema de la impunidad y la corrupción se resuelve con un gobernante que les ofrece la imagen de un dulce abuelito con la ropa desgarbada y los zapatos sucios, como si tal cosa fuese señal inequívoca de que no le interesa el dinero y por ende, no roba.
Bien decía Bertrand Russel que las esperanzas extremas nacen de miserias extremas.
¿Disparates de locos? Sin duda. Pero ninguna de estas —y cientos de otras— excentricidades y atrocidades cometidas por tantos gobernantes en la historia habrían sido posibles jamás, de no contar con el apoyo irrestricto, ilimitado e incondicional de colaboradores obedientes, de discípulos dóciles, de acompañantes sumisos, de asesores acríticos y de aplaudidores categóricos. Facilitadores pues, que nutrieron y fomentaron los delirios que conformaron el mesianismo que les beneficiaba o les era indiferente. Esperemos que no se les olvide que el Duce, antes de convertirse en un asesino fascista, era un igualitario marxista. A todos ellos, un saludo.