Cuento de Halloween 2021

19 de Abril de 2024

J. S Zolliker
J. S Zolliker

Cuento de Halloween 2021

js zolliker

No sé porqué, en este rango de fechas de Halloween - Día de Muertos, a veces me suceden las cosas más extrañas. Pero este año 2021, lo que me pasó es de contarse. Sugiero se abstengan quienes sean sensibles.

Para comenzar, debo establecer que soy ateo y creo en la razón y en la ciencia. No está a debate. Si alguien piensa distinto, le respeto y así como no intentaré convencerle de lo contrario, espero que no me quieran convencer a mí, de sus puntos de vista. Dicho lo anterior, considero que todo ser humano damos por hecho que existen ciertas verdades que son incuestionables, independientemente de nuestra fe, de la propia naturaleza humana y nuestras dudas crecientes y creencias convalecientes. Ya saben, como cuando tomamos un objeto inanimado entre nuestras manos (como un vaso) y decidimos arrojarlo al vacío. Independientmente del credo que profesemos, sabemos de cierto y de sobra, que tal objeto caerá hasta topar con el suelo, ¿no es cierto?

Así, solemos incluso burlarnos de nuestra desdichada suerte y bromear con propios y extraños: “¿sabes qué detiene la caída del pelo? El piso”. Y entonces reímos a carcajada abierta porque sabemos que es verdad, que hay cosas inevitables, como la ley de la gravedad o como la muerte, que existe para garantizar la renovación material universal y es ineludible. O como el llanto, pues a la fecha, no se conoce realmente de nadie, que nunca haya no llorado. Sabemos pues, de cierto, que son fenómenos incuestionables.

Luego entonces, confieso, estoy muy confundido y muy desconcertado, pues creo en el método científico y esto que me pasó, no cabe ni es posible bajo ese marco teórico ni conceptual. Es verdad: todos, de alguna forma, abrazamos cuando menos una certeza en la vida. Los iluminados, los fanáticos y hasta los logicistas, marchan bajo el estandarte del amor o se rigen sobre el escudo de la fe o se justifican bajo la lógica matemática. Así, los que son como yo, sin embargo, creemos en la razón y el raciocinio por encima de cualquier cosa. Pero muy a mi pesar, la vida se nos impone a todos y tarde o temprano y sin importar filias ni fobias, nos llegará el momento en que las certidumbres que tengamos, se desmoronarán.

De tal suerte me ha sucedido justo antier, a eso de la media noche del 31 de octubre del 2021, situación que les comparto por este medio pues quizás alguien logre lo que yo no tengo hasta el momento: una explicación metódica y/o procedente sobre lo sucedido.

Me explayo entonces, no sin antes rogar me disculpen por cualquier cosa que pudiese omitir o recalcar de más, pues es tal mi desconcierto, que no puedo evitar sentirme alterado y a veces, dominado por un cierto tremor fino e involuntario.

Antier, me encontraba en una proyección al aire libre en un reconocido parque de la CDMX (sana distancia, ventilación y cubrebocas, el cine al descubierto es una de las pocas formas de diversión pública responsable que aún tenemos en estas épocas de pandemia) cuando, exactamente, a las 20:23 –lo sé con toda certeza porque quedó el registro en la pantalla de mi móvil– recibí una llamada que decidí no contestar para no molestar a la gente viendo la película: era Luis Carlos Ureña, amigo, abogado y reconocido twittero, a quien varios de ustedes identificarán.

No bien pasaron 6 minutos, mi celular volvió a vibrar. De nuevo, su nombre en la pantalla. Se le conoce por ser una persona obstinada, tenaz e insistente. De inmediato le mandé al buzón para que dejase su mensaje y yo poder devolverle la llamada apenas terminara la proyección.

Minutos después, se repitió todo el tinglado, pero ahora, inquieto por su pertinaz insistencia, le mandé un mensaje de texto: “Estoy en el cine. ¿Alguna urgencia?” Como no obtuve respuesta suya, me despreocupé por completo del asunto y me dediqué a disfrutar el final de la cinta.

Terminada la proyección, fui a comprar una galleta –cuando voy a ese parque, es una tradición que no perdono– y me subí a mi auto para ir a dejar a mi acompañante a su casa para luego emprender el regreso a la mía. Estaba ya por tomar carretera, cuando de nuevo, vibró mi teléfono. Era él, otra vez. Luis Carlos, me agradeció que le contestara pues acababa de tener un accidente automovilístico y presentaba algunos dolores y se sentía algo desorientado.

Luis Carlos preguntó si en la clínica de traumatología en la que trabajo, podíamos brindarle atención a él y a sus dos acompañantes. “Por supuesto”, le dije. “Estamos abiertos las 24 horas, aviso ahora mismo que van para que les estén esperando en urgencias”, repliqué.

Mi amigo, quedó de llamarme poco después para darme los nombres completos de los involucrados y de quienes consideraba, necesitarían atención médica. No me llamó por un buen tramo y siendo la hora que era, me detuve por unos tacos en “Los foquitos”, ya muy cerca de mi casa . Ya saben, vicios de soltería eso de no tener nada más que cerveza en la nevera– y observé que ya eran las 22:23 hrs (quedó plasmado en la firma de la tarjeta bancaria al saldar la cuenta) y por ende, al no haber recibido llamada de Luis Carlos, intenté marcar a su número.

Las tres veces que lo hice, me recibió la grabación del buzón. Entonces, asumí que estaría ocupado dando el parte del accidente y realizando los trámites correspondientes y me relajé un poco, al grado en que creí en que ahí habría quedado todo el asunto. Qué equivocado estaba.

Justo fue al llegar a mi casa, que recibí una nueva llamada de su parte. Mencionó que no podía hablar mucho pues el accidente había sido aparatoso, que había ambulancias y que los bomberos estaban lavando el pavimento.

Al escuchar eso y con la experiencia a cuestas de más de dos décadas de atender accidentes, imaginé el tamaño del percance y le reiteré sobre la importancia de recibir atención médica temprana, lo más cercana del lugar del accidente, aunque no fuese con nosotros.

Replicó se encontraban bien, que no me preocupara, que apenas resolviera papeleos los ajustadores y policías, buscarían atención –más bien por precaución. “La clínica de Traumatología está frente al monumento de Juárez, en la zona antigua del centro de Puebla”, le recordé.

Cabe aquí hacer un paréntesis que antaño debiese haber sido según la literaria tradición de los buenos pasos, un pie de página:. a este lugar donde esta la clínica, la población de Puebla y de Tlaxcala, le conocen como “el milpero” o “el sitio de los antiguos sacrificios”; Dicta la tradición que ahí donde está el Juárez, cayó hace siglos un aerolito de los “ángeles”; un negro guijarro cósmico sediento de sangre, hermano gemelo de la pierda sagrada que resguardan en la Kabba de la Meca.

Desconozco la veracidad de tales afirmaciones, pero después de investigar largo y tendido he podido verificar al menos, que según consta en decenas de documentos históricos, en dicho terreno, han sucedido una gran cantidad de calamidades.

Hoy en día es fácil localizar tal punto exacto, pues contiene una extraña estatua con el cuerpo de George Washington y su tradicional bastón de mando, que fue decapitada sepa por quién y con cuales motivos, y ahora tiene montada, grotesca y desproporcionadamente, la cabeza de Benito Juárez.

Después de colgar y antes de meterme a bañar, llamé a la clínica y avisé que pronto se dirigirían al lugar tres personas lesionadas por accidente automovilístico. Les di el número del móvil de Luis Carlos y el personal se preparó para atender cualquier eventualidad. Lo cierto es que, cuando la gente llega por su propio pie, después de tener un accidente, no suelen tratarse de urgencias graves, sin embargo, en este negocio sabemos que aunque estemos esperando lo mejor, debemos estar preparados para lo peor. Siempre.

Por seguir sin noticas de Luis Carlos y sus acompañantes, y después de infructuosamente tratar de localizarle por celular y mensajes de texto, encendí la laptop para vigilar las videocámaras, cualquier movimiento que se presentara cerca o dentro de nuestras instalaciones.

Debo reconocer, con cierta vergüenza obsesiva, que siempre he podido supervisar, gracias a las cámaras, que el personal de enfermería, radiología, camilleros, etc., y hasta los médicos, estén correctamente uniformados y expectantes, preparados según nuestro protocolo de atención.

Una vez verificado lo anterior, al no observar cambios importantes en las pantallas, me puse a leer y poco tiempo después, cuando me descubrí cabeceando con el kindle en la mano y con la música de fondo, me decidí largarme a la cama.

Apenas recosté la cabeza en la almohada, caí profundamente dormido. No pasó mucho tiempo cuando del letargo me sacó una llamada perdida que se fue al buzón. Al recuperarla, escuché la voz de Luis Carlos; estaba con sus acompañantes, en el auto, dirigiéndose a la clínica pero no daban con la dirección exacta. Se detuvieron frente a la estatua de Juárez y escuché un golpe seco y a ellos que gritaron llenos de pánico. Ahí quedó la grabación. ¿Qué demonios pasó?

Como es de imaginarse, me asusté. Llegué a pensar que les podía haber sucedido algo malo, desde un intento de asalto, hasta un nuevo accidente con otro vehículo. Le marqué a Luis Carlos a su móvil. De nuevo, no hubo respuesta y dejé mensaje al contestador automático.

Posteriormente, se me ocurrió llamar al personal de la clínica y les pedí que se asomaran a la calle y me reportaran si veían algo como un auto estacionado, algún accidente cercano o notaban ciertas cosas atípicas o extrañas; cualquier movimiento inusual. Nada, me reportaron. Todo en orden.

Entonces, se me ocurrió echar un nuevo vistazo a las cámaras de video. Abrí la laptop y en ese momento entró su nueva llamada. Eran las 23:33 por sí a alguien le sirve ese dato absurdo.

Luis Carlos y sus acompañantes, estaban riendo a carcajada limpia, pero nerviosa. Aseguraban que cuando me llamaron y se grabó el mensaje, buscaban mayores indicaciones sobre la ubicación del local y se detuvieron junto a la estatua de Benito Juárez. Todo obscuro y de pronto... ¡escucharon ahí un golpe seco en la ventana del piloto! Como no vieron ni persona ni objeto alguno, eso les causó un grito. Un fantasma del milpero, dijeron. Vaya chascarrillo, dijeron, una anécdota más para los nietos.

No es por nada, pero después de escuchar en la grabación el golpe y su grito, yo también me relajé al interactuar y oyéndoles bien y riendo desternillados por esa experiencia curiosa y quizás, paranormal.

–Estimado, dame más referencias de su dirección– me suplicó Luis Carlos, a pesar de que ya había sido yo bastante claro desde la primera llamada. Imaginé que el accidente le había distraído, así que le reiteré por teléfono:

–Justo donde está el monumento a Juárez, es el número 2318 de la avenida y está del lado del impostor e impropio bastón que no usaba. Ahí verás un edificio grande, el único de la zona, con algunos restaurantes en la planta baja. Puedes estacionar en la zona subterránea.

Le reiteré que al nivel de la calle, al fondo, encontrarían la entrada de urgencias.

–Ya estacionamos en otro lugar, sobre la avenida, frente a la casa de los enanos, pero te marco ya que estemos dentro con el médico– me aseguró.

Para quien no conozca Puebla, “la casa de los enanos” es una emblemática mansión de la ciudad; un fantasmagórico referente que por años, se ha dicho, es una construcción maldita.

El lugar realmente existe y es una imponente construcción de estilo francés, edificada por un billonario inmigrante italiano de apellido Giacopello, heredero de terratenientes de mármol de Carrara, muy religioso y buen creyente.

De Giacopello se dice que vino al país por una visión –de negocios, remarcan los envidiosos– que consideró bíblica: impulsar el desarrollo de la “Roma de América” y sus construcciones religiosas (La Roma de América se le llamaba a la creyente ciudad de “Puebla de los Ángeles”, no solo trazada en plano subterráneo y de tumbas y túneles idénticos a la italiana del viejo continente, sino que contaba con símil cantidad de santos e iglesias).

En google maps pueden identificar cada uno de estos puntos

Dicen los que dicen que saben, que el gran plan de Giacopello se desmoronó porque se enamoró perdidamente de una provincial cocinera y prostituta; la predilecta del anfitrión obispo Salmerón, quien al verse privado de su placer carnal, les maldijo la unión y seis generaciones.

Es bastante conocido que de tal matrimonio devino una progenie extraña, quizás porque una o ambas de las partes, estaba enferma de sífilis. La vergüenza familiar y la maldición clerical que se volvía en ese entonces, mandato social, obligaron a un blindaje de la propiedad. Por eso, se cercó sin vista, la que alguna vez fuera la más hermosa de la ciudad.

Se conoce que, al morir Giacopello asesinado por secuestro zapatista en la revolución, la viuda aisló a los hijos por completo, pero siendo la primogénita, mujer y el menor, varón, y al no tener contacto alguno con el exterior, pasó lo que tenía que pasar y con los años se unieron entre ellos con todo y sus defectos naturales, resultando los productos, en seres geniales, con una inteligencia superior pero físicamente espantosos y además, enanos. Discretos y ricos.

Obviamente, esa leyenda ha animado la curiosidad popular en un pueblo de por sí aficionado a la tradición fantasmagórica. Y por ende, sabía yo muy bien dónde estacionaron y el poco tiempo que tardarían en llegar a la puerta. Entonces, me planté frente a la pantalla de la laptop y me puse a observar las videocámaras a través del internet. Ni Luis Carlos ni compañía, aparecían en ningún cuadro. ¿Dónde andan?

Con gran causalidad, vibró el celular nuevamente: “Amigo, no doy con la entrada, está todo cerrado y muy obscuro. ¿Seguro que es por aquí?”, me preguntó su voz de siempre, ronca y amable.

–Sí, a huevo – le respondí– es donde a la derecha del Juárez. ¿Estas ahí?

–Claro, aquí estamos, pero nada está abierto y hace mucho frío– contestó.

–No manches, amigo, hace calor del verano y nuestro servicio es 24 horas– le reviré –Ya les están esperando. La llamada, se cortó de nuevo. Entonces me preocupé. ¿Estará desorientado? ¿Por eso presenta frío en un día tan caluroso? ¿Estará en shock hipovolémico por el accidentes? ¿Aviso de problemas circulatorios al personal? ¿Los demás cómo están?

Marqué a su número y ocupado de nuevo. ¿Estará llamando a su familia? Qué cansino que nunca me pueda comunicar, pero a fin de cuentas, yo no soy el accidentado, pienso y trato de ser comprensivo.

“Hay mala señal desde aquí”, me afirmó cuando volvió a entrar su llamada. Por esa misma causa, le pedí que se quedara en la línea, que no cortara, que era mucho fastidio estar intentando contactarle y ya me quería ir a dormir, la media noche estaba a punto de llegar.

–Va, yo no cuelgo pero explícame bien en dónde están. Es que no damos– replicó Luis Carlos. –Nada más no encontramos la entrada.

Me desesperé. A la diestra del monumento, nosotros. Del otro, un restaurante que nada que ver. Revisé las cámaras de nuevo. Nada ni nadie a cuadro.

–No me jodas– repliqué ya molesto y con ganas de largarme a dormir. –La dirección es clara. En toda la ciudad solo hay una Avenida Juárez con una escultura y estamos ahí, a la derecha de la glorieta– le argumenté.

–¡Te juro que aquí mismo estamos! – contestó con la voz ansiosa.

Volví a mirar los monitores. Nada y sin ningún movimiento. En ese momento, me cruzó por la cabeza, confieso, por vez primera, la idea de que Luis Carlos anduviese borracho. Quizás, incluso, hubiese sido aquella la causa real del accidente. Nada fuera de lo normal que, cerca del día de muertos y en fin de semana, sucedan ese tipo de incidentes.

–Dime qué ves a tu derecha– le increpé.

–Un restaurante argentino, creo. Está cerrado por la hora, pero se llama Carmina.

Efectivamente, al lado de la clínica hay un restaurante con ese nombre. Entonces giré la cámara en ese preciso momento para buscarles.

–¿Cómo es que no les veo en mis cámaras? –pregunté.

–No tengo idea, amigo, pero aquí andamos y nomás no ubico la entrada –me contestó.

Me imagino que los tres están fuera de rango de la captación en video y por eso no les veo, por lo que le pedí, se acercaran a la luz de la puerta.

–Todo está obscuro –me insistió. En ese punto me convencí de que mi amigo y sus acompañantes andaban beodos, pues les escuchaba reír buscando la puerta y yo, con los monitores, no podía identificarles por ningún lado.

–¡Ahí está la luz encendida! ¡La estoy viendo! –le reclamé.

Lo que sucedió después, es difícil de digerir y de contar, aún cuando lo repaso y reviso paso a paso, varias veces. No logro explicármelo y eso, siendo yo un ente que se precia de la racionalidad, incrédulo y ateo, me agobia.

Cabe destacar que ante la desesperación y mis agotadoras ganas de irme a dormir, levanté el teléfono de escritorio y llamé a la clínica sin interrumpir el móvil. Me contestó Alonso Rodríguez, el jefe del turno. Ante mis enérgicas increpancias, me confirmó que no había podido ver ni escuchar que nadie se acercase al área de urgencias. Le solicité entonces que me hiciera señas a la cámara de la entrada para confirmar que no estuviese yo viendo una señal errada o truqueada. Así sucedió.

–¡Luis Carlos!– le amonesté por el celular– ¡Les estamos esperando y ahí está el encargado afuera de la puerta! Por favor, déjense de bromas y concéntrense. ¡Vayan con él que ya es tarde! ¡Ya me quiero ir a dormir, carajo!

–¿Encargado? –me contestó Luis Carlos con seriedad. –Aquí no hay nadie de ningún lado y todo está apagado, obscuro. Fue tal la certeza de su voz, que de nuevo, dudé.

–Ahí mismo está la puerta de la clínica, pinchi-borracho, mándame tu geolocalización por whatsapp– le requerí tratando de mantener el humor.

"¿Cómo es posible que no vean la puerta? ¿El logo en azul?”, me pregunté.

–Ya me asusté –me contestó.–Todo está apagado.

–A ver –le reviré con desesperación –le voy a pedir a al encargado que encienda y apague la luz. Ahí donde vean la intermitencia, es.

Puse en altavoz a la dos partes y le solicité al encargado que prendiese y apagase todo varias veces, incluyendo la mampara del logotipo. En señal de broma, le instruí: "¡Grítales el padre nuestro como si fueran a misa, a ver si así llegan!”.

Clarito escuché el “Padre nuestro que estás en los cielos...” con voz socarrona y a los pocos segundos, Luis Carlos, con un tono de voz contento y satisfecho, exclamó: “Ya vimos la luz, mil gracias, allá vamos”. “Perfecto”, le dije. “Están en buenas manos” y colgué ambos teléfonos y me dormí.

A las horas, me desperté intranquilo, con taquicardia. Había soñado que Luis Carlos se casaba y por mala educación, los sueños de bodas siempre me han parecido de mal augurio. ¿Estará bien? Decidí llamar a la clínica para preguntar por su estado y pronóstico.

La enfermera en turno, me contestó que nunca llegaron. “Señorita, revise bien que yo mismo les puse en contacto”.

Algunas llamadas y regaños después, todo el personal me mandó un correo electrónico signando que nadie se presentó durante la madrugada a recibir atención. Pedí mirar los videos. Aquí, lo extraño: en el monitor se observa al encargado, quien aparece gritando, prendiendo y apagando las luces y de pronto, la pesada puerta de cristal, pareció moverse con el viento. El encargado, con ademanes cansados y furiosos, colgó el teléfono y siguió unos minutos generando la intermitencia luminosa. Después, salió y caminó y buscó infructuosamente y se volvió al interior. Luis Carlos y acompañantes, nunca llegaron.

Revisé mi WhatsApp. Abrí el punto de geolocalización que me mandó a exactamente, las 12 de la noche. Es un sitio muy lejano, en el periférico de Atlixco. Anonadado, marqué al número de Luis Carlos y esta vez, sí me contestaron. Del otro lado de la línea, un licenciado de apellido Andreú, del ministerio público. Me relató que mi amigo y sus dos acompañantes estuvieron involucrados en un muy grave accidente anoche, hacia la carretera federal. “Murieron antes de que los bomberos y cruz roja pudieran liberarlos de los retorcidos fierros del auto y solo pudieron recuperar el aparato móvil, que Luis Carlos, sostenía en la mano, aún con el rigor mortis”. Como no habían logrado ponerse en contacto con sus familiares, lo puso a cargar y al poco tiempo de reiniciarse, entró mi llamada.

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