Tiempo Compartido: la felicidad como condena

18 de Abril de 2024

Alejandro Alemán
Alejandro Alemán

Tiempo Compartido: la felicidad como condena

alejandro aleman

Lo primero que salta a la vista de Tiempo Compartido —segundo largometraje del mexicano Sebastián Hofmann— es su paleta de colores vivos, casi neón, que atinadamente contrasta con el verdadero subtexto de la película: un oscuro relato sobre la cultura corporativa y el artificioso ambiente de la industria de la vacación. Así como en Halley (2012) —ópera prima de 
Hofmann en la que un solitario velador sufría de una extraña condición (muy a lo Cronenberg) que poco a poco le va degradando el cuerpo hasta quedar cual muerto en vida—, aquí el director encuentra en el lugar menos esperado a sus nuevos zombis: aquellos turistas que deben sortear todo tipo de trámites, engaños y molestias a manos de una industria que hace del artificio su principal producto. La historia se compone de diversos relatos paralelos: Andrés (Miguel Rodarte) trabaja como conserje del hotel, mientras su esposa Gloria (Montserrat Marañón) es adoctrinada para ser una agente de ventas. A la par está Pedro (Luis Gerardo Méndez), quien junto a su esposa Eva (Cassandra Ciangherotti) y su hijo, llegan a una habitación que ya está ocupada, por lo que iniciarán una batalla para que el hotel cumpla las condiciones del contrato. Hofmann mantiene el rigor implacable en el registro y montaje de imágenes que demostrara en su ópera prima. Los colores, el tiro y el encuadre crean atmósferas pesadillescas y surreales en lugares y paisajes que adquieren un nuevo significado: albercas plagadas de bañistas, atardeceres rosados y restaurantes de hotel. Espacios destinados al descanso y a la diversión que bajo su lente se convierten en una pesadilla casi dantesca donde los seres humanos están condenados a ser felices. La cinta se beneficia de la notable transformación de sus protagonistas: un Miguel Rodarte casi irreconocible y un Luis Gerardo Méndez que, finalmente, logra deshacerse de Javi Noble para entregar una de las mejores actuaciones de su carrera. La música —por momentos sutil, por momentos machacante— contribuye a crear esta sensación ominosa y de peligro constante, en un efecto muy similar al del score en la famosa Punch-Drunk Love (2002) de Paul Thomas Anderson. Fiel a sus obsesiones, pero con la habilidad para mutar el escenario, Hofmann nos demuestra que el infierno siempre es relativo: las vacaciones más deseadas por uno pueden ser el peor de los infiernos para otro.