La carta secreta (II)

10 de Mayo de 2024

J. S Zolliker
J. S Zolliker

La carta secreta (II)

JS ZOLLIKER

Su ropa sigue húmeda, pero las cigarras han comenzado a cantar. No hay rastro de la luna. El cielo continúa nublado y todo el horizonte frente a sus ojos, se mantienen completamente oscuro. Nada parece anormal. Todo indica, perdió la conciencia por sólo unos minutos, sin embargo, quiere estar seguro. Por ello torna el cuerpo a fin de permitir asomar la vista hacia la casa que a algunos metros, se encuentra a sus espaldas.

La casa es pequeña. Construida de común ladrillo y abandonada fachada de yeso que fallidamente intenta esconderle el esqueleto. La poca luz de una vela al interior, le permiten observar entre sombras, el estado roído del blanco frente de la construcción, no más de 3 recámaras y una pesada puerta de metal que probablemente estará sin seguro. “Mejor es no arriesgar. Prefiero esperar; observar; hasta estar cierto que no corro peligro mayor”.

Aquel inmueble le recuerda la construcción que habitaba el maestro vinícola y su familia, en medio de una considerable propiedad del abuelo paterno, Don Joaquín Navarro y Arzuaga, asentada en el medieval poblado de Santo Domingo de la Calzada, en la Rioja. El vino era reconocido, tinto, robusto, con dejo de madera de roble y bastante buena la vendimia. Un excelso negocio… hasta que su padre lo tomó en sus manos. Entonces comenzaron las pérdidas, los zafarranchos familiares y los problemas. El abuelo, originario de Logoroño, decidió quitarle la administración al hijo y nunca más volvieron a dirigirse la palabra.

“¡Mi padre, mi pobre padre! Siempre buen hombre, aunque demasiado temperamental, de poca lectura y muy reacio a enmendarse. Sus creencias y tradiciones son ley. No hay más palabra que la suya. No hay razón humana que lo haga cambiar de parecer. Ignacia, mi madre, todo lo contrario. Muy parecida al abuelo, pero también muy creyente de la santa obediencia del matrimonio. Imagino la angustia de mi padre al saber que la podía perder. Es la única persona en el mundo que lo hace fuerte y lo atiende, que lo consecuenta y que lo entiende. Un ataque de eclampsia y todo parecía perdido. La presión arterial subió. La hinchazón creció. Y mi padre corrió por el médico para que rompieran la fuente y obligaran a mi nacer el día de Santos de Conrado de Piacenza, religioso, Álvaro de Córdoba y Gavino, el 19 de febrero de 1900. Después fallaron los riñones y mi madre no me jaló a su regazo. Mis lloriqueos la encontraron con los ojos cerrados y los brazos caídos. Coma, fue el diagnóstico que derrumbó a mi padre, y de rodillas imploró al cielo por un milagro: “¡Te juro Dios mío que recorreré el Camino de Santiago Compostela!”, y encargó a mi madre a su madre y decidió partir ese mismo día. Máma, abuela materna educada en el rigor de familia de campo, a los siete días decidió que ya estaba muerta en vida y resolvió arriesgar: un médico de Madrid muy prestigiado estaba cerca y le hizo una punción para aliviarle la presión cerebral. A los pocos días, según me cuentan, mi madre despertó. Juntas acordaron que como era yo muy malo de salud, primerizo, muy débil y sietemesino, me bautizarían inmediatamente con el célebre nombre del día de mi santoral. Y así me llamé yo Álvaro, por lo menos hasta que regresó mi Padre y dijo antes de esconder para siempre el Legajo familiar: ¡Con un coño, que se llamará Santiago!”

Las cigarras guardan silencio de pronto; signo inequívoco de que algo está mal. Alguien o algo se le acerca. Santiago queda inmóvil, agazapado detrás del grueso sauce. El sonido que hacen las hojas mojadas al rozar las extremidades de lo que sea que se aproxima, ha sido suficiente para que contenga la respiración. Le preocupa que el vapor de su boca pueda ser visto a la distancia; a contraluz. Por ello, Santiago se ha ido inclinando hacia el lado, poco a poco, hasta quedar en posición fetal. De tal manera, si el ser visto fuese inevitable, al menos podría pasar en la obscuridad, por un bulto, o un animal dormido. Aquello no sería extraño a las afueras de la ciudad de México, donde muchas veces son vistos venados y perros, estos últimos por instinto, siguen a los seres humanos para comer sus desechos, dormir un tanto y posiblemente, conseguir a un pobre diablo que se apiade y se acompañe de ellos y los alimente regularmente, por el resto de sus vidas.

A pocos metros se detienen los pasos. Santiago quiere girar la cabeza, pero algo en su interior le dice que no tiemble, que no respire, que no mire de frente a su verdugo. Ello le haría perder, inevitablemente, el velo invisible con el que lo protege la noche. “¿Y si sólo fuera eso? ¿Si solo se tratara de un perro? ¿De una zarigüeya? ¿De otro animal?”. Intenta abrir los ojos todo lo que le permiten sus párpados, para procurar observar la sombra que se le aproxima. En ese momento le llega un olor que lo hace desistir de su intento. Acompañado del natural y fuerte aliento de los árboles eucaliptos que se aprecian a todo lo largo y ancho del lugar, su nariz percibe el distintivo olor de los puros Eckstein. Imposible no reconocerlo. Imposible no recordar su perfume seco, árido, asqueroso. Junto con los puros de marca Juno, los Eckstein son característicos de las tropas nazis, construidos con un tabaco sumamente corriente debido a las pobres condiciones del clima germano que no les favorece en lo absoluto. Aquella esencia la tiene Santiago estampada en su memoria. Y prueba de ello ha sido que no puede evitar que se le revuelva el estómago. “¡Maldito tabaco alemán!”, dijo para sus adentros. “Huele peor que mierda”.

Santiago detiene en seco sus pensamientos maldicientes cuando escucha que las pisadas se alejan. Eso lo anima a girar la cabeza y mirar sigilosamente. De reojo, pues su postura no le permite una mejor vista, observa a un hombre alto, de amplia espalda y largas piernas. Es atlético y fornido. Aquel hombre que le parece conocido, respira profundamente, mira el cielo y después arroja la asquerosa colilla lo más lejos que pudo. Luego, se acerca a la casa y se detiene justo delante de la ventana. La luz que sale de ella, permite que Santiago le reconozca: “¡El pelirrojo! ¡Hijo de la gran puta que lo parió!

Continuará…

Leer la entrega previa: https://www.ejecentral.com.mx/la-carta-secreta/

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