La puerta del infierno (IV)

25 de Abril de 2024

J. S Zolliker
J. S Zolliker

La puerta del infierno (IV)

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Samuel se levanta. Se le ve mal el semblante. Le pregunto cómo se encuentra. Con el aliento entrecortado, me dice que quiere mostrarnos algo en la siguiente barraca.

Leistungsfähigkeit

Me dicen que dicha palabra no tiene traducción literal al español, sino como un concepto. Y Samuel la repite una y otra vez. Implica capacidad, rendimiento, eficiencia, perfeccionamiento. En todo. Y Samuel lo remarca. Era tal su necesidad de eficiencia a todo costo, que incluso los oficiales hacían apuestas de su sueldo y ganaba quien pudiera matar a más presos con una sola bala.

El campo, es cierto, se distinguía por su por Leistungsfähigkeit: su eficiencia, su eficacia en todo, desde la forma sistemática de torturar, someter voluntades, matar, hasta el reciclamiento y hacer uso industrial indiscriminado de los cadáveres.

Nos topamos con una gigantesca montañas de pelo. Me quedo frío. No puedo creer lo que estamos mirando. Samuel nos dice que ese fue su primer trabajo forzado cuando niño: tenía que cortarle el pelo a las mujeres que asesinaban los Nazis, para luego reunirlo por montones de colores, pues sería “reaprovechado” en la fabricación de telas destinadas a uniformes. Hijos de la gran puta. Pasó de jugar el trompo, a peluquero de cadáveres.

Después de dejarlas al rape con unas tijeras, otra presa les quitaba la ropa, las medias, todo lo que podía ser útil. Los demás presos los conocían como los “zopilotes”, me confiesa Samuel. Y es que su padre, antaño dentista, era obligado a quitarles los dientes de oro y plata a los muertos. Él fue quien logró convencer a un oficial que le permitieran a Samuel desempeñar ese trabajo de carroña, a pesar de ser un niño. Imagino que su viejo pensó que así lo podría proteger mejor.

En la misma barraca, hay cerros de maletas marcadas, zapatos según el género, cepillos de dientes y brochas para rasurarse, pastilleros y hasta ropa de bebé. Es poca cosa, nos dice. Se procesaban por toneladas, en realidad. Eso que hay es lo que quedó cuando los nazis abandonaron el campo porque habían perdido la guerra y se les venían los rusos encima. Quemaron lo que pudieron antes de echarse a correr para tratar de evadir la justicia. Yo estaba postrado, muy enfermo, pero de haber podido, habría capturado al menos a un par.

Se acaban de cumplir 72 años de la liberación del campo, y es innegable que aún hiede a espanto, a muerte. Y motivos hay muchos. En la siguiente barraca, las ventanas están tapiadas. Nuestro acompañante dice que es el lugar que más miedo le da en todo el campo. No es para menos. Era la zona de la antesala a la muerte. Si eras fusilado, ahí tenías que desvestirte para que no fueras a manchar la ropa. ¡Leistungsfähigkeit! Si no corrías con tanta suerte, vivirías aún algunas horas…

Porque ahí, en la cabaña marcada con el místico 11, los castigos eran brutales, ejemplares, animales. Celdas en apariencia “normales”, pero en realidad estaban destinadas a los condenados a morir de hambre. Tienen las paredes de concreto, arañazos de desesperación. Y hay otras peores, totalmente obscuras y selladas para provocar asfixia en algunas horas. Y las que más me impresionaron, eran unas angostas torres de tabique donde metían a 4 prisioneros, con apenas una entrada de aire, un periodo aproximado de 72 horas, sin que pudiera nadie mover un brazo para siquiera rascarse la nariz; dice Samuel que por la ansiedad, algunos mataban a sus compañeros prisioneros, a veces familiares o viejos amigos, a mordidas.

Continuará…