EL DEDO GORDO DE TEBAS

12 de Mayo de 2024

EL DEDO GORDO DE TEBAS

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Una poderosa pulsión de reseteo emerge como norte magnético en nuestro instinto de conservación.

Al profundo shock de la pandemia en todos los aspectos, le sobreviene una peliaguda danza entre el espacio doméstico y el público, entre la política y la ciencia, entre el sentido de libertad y el sentido de seguridad de todos, de todas.

Las preguntas son innumerables y las respuestas dispares, pero prácticamente todas bailan alrededor de lo mismo. !Volver! Volver a las calles, volver al trabajo, al colegio, volver al momento en el que todo fue paralizado. Volver atrás.

Todos quisiéramos volver en el tiempo. Unos cuantos meses nada más, los suficientes.

Salir y volver a entrar. Reiniciar. Pero, cuál era la contraseña, la última que utilizamos, la que nos abría las puertas a nuestro mundo de siempre. Naturalmente deseamos recuperar lo perdido, lo que nos ha sido arrebatado.

Aunque nos dé miedo pronunciarlo, el miembro que nos ha sido amputado tiene un nombre: pasado. El pasado es hoy el miembro fantasma colectivo y, como tal, emite sus señales sensoriales conduciéndonos a necesarias tomas de conciencia o confundiéndonos y frustrándonos. Lo amputado sigue doliendo, para recordarnos que existió, que vivió.

El dedo gordo de Tebas, conocido como El dedo de Greville Chester, lo sabe: El año 2000 en la orilla oeste del río Nilo, en Tebas, en la actual Karnak, fue desenterrado, en una tumba de 2600 años de antigüedad, el cuerpo momificado de Tabaketenmut, la hija de un sacerdote egipcio. Su tumba estaba cerca del santuario de Amón, el gran dios del Imperio Nuevo egipcio, de quien todos los faraones querían ganarse su favor ofreciéndole residencias majestuosas, porque era ahí, en los templos y santuarios egipcios donde, atendidos por los sacerdotes, residían los dioses. El santuario de Karnak era uno de sus principales centros de culto.

Pero aún cuando el padre de Tabaketenmut era, al parecer, rico y poderoso, su tumba, la tumba de Tabaketenmut ha llamado la atención por otro asunto: el dedo gordo de su pie derecho era una prótesis que estaba finamente elaborada y ofrecía una novedosa movilidad. Se cree que el dedo gordo de Tabaketenmut fue amputado como consecuencia de una diabetes. Desde el punto de vista funcional, el dedo gordo era esencial para el equilibrio corporal y para usar las sandalias egipcias. En el orden social y simbólico era fundamental para conservar la estética de su status. En lo espiritual, era conveniente estar “completa” ante la presencia del dios Amón en su santuario. Lo amputado tenía distintos niveles de significado y también aquello con lo que fue reemplazado.

Cualquier individuo, grupo, empresa, partido político o gobierno que fantasee con que esta descorporización colectiva a la que hemos sido sometidos por un virus podrá “apaciguarse” con adecuaciones logísticas, inspiradores contenidos audiovisuales, esperanzas ciegas, predicciones algorítmicas o, peor aún, reforzando los mismos mecanismos dialécticos de confrontación estéril que, en las últimas décadas, nos han arrebatado sin pudor tiempo y recursos económicos, no sólo estará fijando su propia fecha de caducidad, sino que se volverá cómplice de catástrofes futuras, de proporciones imprevistas. No basta con un trozo de cartón o de madera para reemplazar este gigantesco dedo gordo que nos ha sido amputado. Necesitamos una pieza refinada y acabada como el dedo de Tabaketenmut, que dure 3 mil años. De nada sirven quince días o seis meses para recuperar la función, el significado y el calor de los abrazos. El profundo significado de los abrazos también nos ha sido arrebatado y con ello uno de los más elementales, poderosos y relevantes patrimonios de lo humano.

Quizás durante los próximos miles de años nuestra morfogénesis corporal nos brinde membranas respiratorias capaces de filtrar virus y micropartículas nocivas, naturales o fabricadas por nosotros mismos, quizás la ingeniería genética ofrezca soluciones antes, pero mientras tanto necesitaremos adaptarnos, al menos, a las mascarillas, nuestra nueva prótesis facial, fundamental para controlar la propagación del virus.

Si miramos atrás, descubrimos que nuestra historia es eminentemente protésica. Aunque hemos querido relegar la idea de la prótesis al remplazo de partes específicas del cuerpo físico podemos entender que todo aquello que nos ayuda a hacer algo que nuestro cuerpo, por sí solo, no puede, es una prótesis. Según el diccionario de la RAE prótesis es una pieza, aparato o sustancia que se coloca en el cuerpo para mejorar alguna de sus funciones o con fines estéticos. Lo protésico le da un nuevo significado a numerosos aspectos de nuestra vida y aporta alguna noción elemental, quizás ontológica, sobre nuestro lugar en el planeta. Somos el 0,01% de la población planetaria y sin prótesis, quizás, seríamos el 0%. Gran parte de lo que producimos, incluidas las herramientas y mecanismos que usamos para fabricar, son prótesis en las que, muy a menudo, incorporamos contenidos narcisistas o fetichistas. Nuestro propio lenguaje es una prótesis que compensa las limitaciones de comunicación de nuestro cuerpo. La ropa, los objetos y lujos que usamos para confeccionar nuestra identidad, los dispositivos tecnológicos que evidentemente tienen una función protésica.

Pero nos resistimos a reconocernos como seres amputados, no soportamos la idea de que somos incompletos. Nos da miedo. Invocamos historias de seres heroicos que representan nuestro deseo de no tener carencias. Aspiramos a ser sobrehumanos o cuando menos ciborgs; superhéroes cuyas prótesis desaparecen y se transforman en poderes. Idolatramos a quienes temerariamente desafían los límites de nuestra naturaleza incompleta y amputada porque nos ayudan a imaginar una vida sin prótesis; donde podamos volar, escalar, bucear, saltar entre los edificios y sobrevivir sin ninguna clase de ortopedia; pero al mismo tiempo vivimos a través de dispositivos protésicos y allí es donde nosotros y nuestros implantes se reconocen, se hablan, discuten, se besan, se tocan; en una dimensión protésica alterna, siquiera holográfica, ajena a nuestro cuerpo, distante. Mi doble cibernético se encuentra con el tuyo y los veo reunidos en una pantalla, escucho tus palabras; pero no están ahí ni tu cuerpo ni el mío.

Hay amputaciones más evidentes y las hay más sutiles, hay amputaciones endógenas y otras exógenas. La nuestra ha sido una amputación exógena y masiva. Hemos sido privados indefinidamente de funciones entrañables de nuestros cuerpos. ¿Cuántos abrazos, cuántas caricias, cuántos besos nos han sido amputados? ¿Cuántos amigos ya no serán hospedados, cuántas aventuras no serán vividas?¿Para cuántos encuentros, caminatas, trabajos, bailes y juegos nos hemos vuelto, en mayor o menor medida, incapacitados? Sin una mascarilla: ¿Cuánto riesgo corremos en la parada del autobús, en un encuentro inesperado en el parque, en una conversación espontánea en una esquina? ¿Qué será de los amantes que no se han conocido, de los parientes que se encontrarían, por sorpresa, en un café? ¿Con cuánta cautela abrazaremos a nuestros hijos e hijas en las puertas de los colegios? ¿La inmunidad de rebaño va a devolvernos todo eso? ¿Y a cuántos habremos de sacrificar para recuperarlo? Miremos donde miremos hay pérdidas, hay prótesis. Miremos donde miremos hay duelo.

La mirada terapéutica más aceptada sobre la elaboración del duelo contempla un proceso en cinco fases. La primera es la negación, no queremos aceptar la pérdida y nos esforzamos en continuar la vida como si todo siguiera igual. La segunda es la ira, reconocemos la pérdida como un caos, nos embarga la rabia por lo que nos ha pasado y buscamos culpables. La tercera es la negociación, establecemos rituales y acuerdos íntimos que suponemos suprimirán u ocultarán la pérdida. Le sigue la depresión, la ineludible tristeza y, cuando encaramos lo inevitable, el vacío. La puerta de la quinta fase es la aceptación, se abre cuando no existe en nosotros una lucha interna por rescatar lo perdido. Entonces reconstruimos nuestra vida cotidiana incorporando la pérdida, asimilándola y desplegando nuestras habilidades de resiliencia. Si ante una misma pérdida dos personas viven una fase distinta del duelo pueden surgir conflictos, pues resulta fácil que una de ellas, o ambas, reciban el sentir de la otra como una agresión. Mientras mi tío Gustavo Munizaga moría tras contagiarse atendiendo pacientes en Guayaquil, en Santiago mi amigo Javier se preguntaba seriamente si todo esto del coronavirus era un montaje político para retener a la gente en casa. Mientras mi amiga Amaia toma sesiones de cuanta terapia a distancia pueda ayudarla a gestionar la memoria de los muertos de la UCI en la que trabaja en Barcelona, mi primo en Valparaíso le enseña a sus hijos que no usar mascarillas es señal de valentía.

Enfrentamos un duelo colectivo; y parece que los negadores se agrupan, lo mismo los iracundos, los negociadores, los entristecidos y los que han aceptado el nuevo escenario de vida e intentan incorporarlo saludablemente, conscientes de que en un futuro cercano los cambios son inevitables y muchas de las pérdidas, irreparables. Los estados emocionales también pueden volverse dogma, por eso no resulta tan llamativo que los contenidos derivados de procesos interiores ante la epidemia se conviertan en términos del debate político y de opinión pública y se representen en el espacio social robusteciendo fuerzas ideológicas o miradas sobre las políticas públicas. La democracia también es eso, un espacio en donde se encuentran y divergen los procesos humanos más íntimos y se manifiestan en palabras, en posiciones ante un fenómeno, reclamos sociales con argumentos lógicos o descargas viscerales.

La angustia, la rabia y el dolor que nos produce afrontar nuestra naturaleza amputada y protésica, la vulnerabilidad ineludible de nuestros planes y la incertidumbre ante el proceso que caminaremos para reconstruirnos en un nuevo escenario, deben tener un lugar en la democracia sin importar el barrio ni el corazón que las albergue.

Todos y todas compartimos el signo de una profunda amputación. Un poco heridos, un poco inmersos en nuestro propio aliento tras las mascarillas y queriendo embriagarnos de otros alientos frescos y nuevos. Con el cabello desordenado y los zapatos como nuevos, hemos estrechado nuestro vínculo con las ventanas, con las pantallas, con los balcones, con las gaviotas; ¡Hemos mirado tanto las calles vacías! Todas y todos, heroínas y héroes imaginando travesías, bailando con los fantasmas de mil abrazos posibles y con el plomo interior de los que ya son imposibles, los que no volverán. Todas y todos, sin importar el barrio, la ropa, el acento o la lengua materna, miramos, con urgente esperanza, el umbral de la puerta como un nuevo punto de partida.

Matías Gálvez Fdez.
Psicólogo clínico chileno con formación académica en filosofía, literatura y medicina complementaria. Fundó y dirige La Casa de Investigación, laboratorio de investigación social y estratégica con la que ha acompañado y asesorado procesos políticos y sociales críticos en Estados Unidos, Latinoamérica y la península ibérica. Parte importante de su quehacer profesional ha sido elaborar modelos para comprender cómo se adaptan los individuos y grupos a los cambios en los paradigmas científicos, económicos, sociales y políticos.

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