La principal bandera enarbolada antes, durante y después de los atentados de violencia en París es la del odio.
Es políticamente correcto relacionar esos eventos con la expresión terrorismo y declarar, como lo hizo el presidente estadounidense Barack Obama, que constituyen un “atentado contra la humanidad”.
Sin embargo, es difícil ignorar la indisposición desde las elites “de occidente” a la descalificación semejante por los bombardeos ocurridos, por decisión francesa y estadounidense, a las poblaciones donde tiene influencia el Estado Islámico (EI) y en las cuales, inevitablemente, habrá personas que sin pertenecer a esa organización, en el supuesto de que esa pertenencia justificara la muerte por la violencia del bombardeo, son víctimas de una violencia que se les impone desde el occidente o desde la propia construcción identitaria del EI. Los franceses han vivido esta discusión reactivada en Europa: por la ocupación de Argel en los 50 y Vietnam en los 60. Los estadounidenses la han vivido desde el inicio de la Guerra Fría y hasta la fecha.
Para los europeos, especialmente los ingleses y algunos segmentos de las elites académicos continentales, es común, la identificación del debate según el cual “terrorista de unos es el luchador de otros”.
Además, localizados geográfica e intelectualmente más cerca de los acontecimientos de tensión internacional más relevantes de los últimos 70 años, están más dispuestos a un equilibrio de reflexión y acción para su propio entendimiento de lo que llamamos la seguridad nacional y la seguridad global.
Respaldar, simultáneamente, al gobierno y al pueblo de Francia y a las víctimas de los bombardeos en Siria, “dirigidos contra el Estado Islámico” es imposible desde la bandera del odio.
Las naciones están integradas mediante un complejo sistema de exclusiones e inclusiones y son el modelo predominante de identificación colectiva desde donde puede elaborarse un discurso de lo internacional.
Sin embargo, la guerra y el terrorismo, muy bien conocida y desarrollada industrialmente por los europeos durante las dos grandes guerras del siglo XX, fue indispensable, según sus propias historias, para extinguir, paradójicamente, la continuidad de la guerra, el terrorismo y las violencias de todo tipo relacionadas con ellas.
Bomba atómica incluida, la saturación de instrumentos para sembrar el terror y advertir con el despliegue de la guerra el fortalecimiento de lo colectivo y de lo nacional no es una peculiaridad del mundo árabe insurgente.
Es humana, histórica y alternativamente es usada por todos los actores internacionales y en todos los casos debería ser reprobable.
Ninguna bandera de lo nacional es suficiente contra la bandera del odio que han desplegado los amigos y enemigos de Francia y los amigos y enemigos del Estado Islámico.
Mucho por debatir y resolver.