La carta secreta (V)

14 de Mayo de 2024

J. S Zolliker
J. S Zolliker

La carta secreta (V)

JS ZOLLIKER

Después de leer la carta que le encontró a Harold, a Santiago se le rompe el corazón. Se siente miserable. Ha asesinado a un hombre inocente que sólo quería encontrar a su mujer. Se pone en su lugar e incluso llega a comprender que por encontrarse con el amor de su vida, haya mentido y manipulado todo con tal de llegar a encontrarla en México… Pero, ¿por qué no le dijo nada el pelirrojo? ¡Con gusto le habría ayudado! ¿Habrá sido que corrían peligro? ¿Por eso no le quiso confesar nada?

Marruecos, unos meses antes

Santiago, la niña y la madre de ésta, después de escapar de los campos de concentración en Francia, llegaron a la costa, tomaron una pitierita y con todos los riesgos que ellos implicaba, cruzaron hasta África y se instalaron en Tánger. Santiago pronto rentó una pequeña cabaña, a pocos kilómetros del mar. Todas las mañanas desayunaban café turco y una rodaja de pan de centeno, y dejaban los huevos para preparar tortilla a la hora de la comida.

Santiago se dio cuenta de que sus “mujeres” solo poseían una muda de ropa. “Habrá que quemar la de la niña”, pensó antes de preocuparse por lo que sucedería cuando a la madre se le presentara su regla. Sólo tenía ella un único y ya roído vestido de flores. Por ello, a la mañana siguiente partió hacia el puerto, al muelle principal, donde les compró algo de ropa que venía de Hong Kong.

—Gracias, Santiago, de verda’ que no tengo como agradecerle —le dijo con los ojos llorosos.

—Venga, ya. Que con el calor hay que conservar todos los líquidos —respondió sonriente, con su aire andaluz.

Santiago era un hombre de mediana estatura y ojos verdes. El cabello rubio y bien peinado hacia atrás. La piel ligeramente tostada y rojiza por el sol. Un tipo muy simpático y vivaracho. Sus ademanes eran firmes, su trato cordial, su sonrisa contagiosa. Idealista, republicano convencido y francmasón. Utilizaba pantalones grises anchos y altos de la cintura; modernos. Para hacer conjunto, utilizaba saco de solapa delgada, de excelente casimir y fino corte, con tres botones al centro. Camisa blanca de algodón de mangas justo más largas que las del saco, corbata corta y ancha, pañuelo siempre disponible y sombrero tal y como lo manda la más rigurosa etiqueta.

¿Sabes? Que de pronto me ha cogido un antojo por sardinas. ¿Te ha pasado?. Entonces sale de noche a buscarlas. Hay que recorrer cerca de medio kilómetro de caminos no pavimentados, alumbrados con la sola luna para llegar al puerto; muy diferente de México. En fin, que no pudo conseguirlas. Los enlatados eran escasos debido a la guerra. Ejércitos enteros los concentraban para alimentar a sus soldados y sus gobiernos no querían que comieran nada regional porque la guerra se pelea de muchas formas y los expertos en matar, temían que pudieran envenenarlos. Además, países tan grandes como los Estados Unidos se encontraban en plena recesión económica y los enlatados servían para darle de comer a la gente que se reunía en las calles e intercambiaba sus bonos por comida. ¡Gran idea de negocios!

Entonces, Santiago comenzó a exportar granos hacia Francia y rábanos a España. Logró reunir una buena cantidad de dinero que luego utilizó para comprar, a muy buen precio, una antigua fábrica de tinta de agua para plumas fuente, que era propiedad de un viejo que se decía era proveniente de Montsegur, aunque su origen real nadie lo conocía. Las tinajas enormes eran lo único que servía en la abandonada e imponente construcción. En ellas vaciaba las sardinas que compraba muy baratas a los pesqueros de la región. Eran recolección de segunda y tercera mano, que adquiría después de que los oferentes y los demandantes hacían los forzados tratos sobre la mercancía. Y justo cuando parecía que el dueño del lote iba a tirar lo que no se vendió, para evitar que en las instalaciones de sus barcos entrara la putrefacción, Santiago se aproximaba y le compraba el sobrante por una cantidad ridícula.

En esos tiempos mejores, fue que conoció y trató a Harold. Todo sucedió durante una tertulia en la imponente mansión de monsieur Barta, el excéntrico viejo de origen desconocido que se había hecho de mala fama y de millones de dólares en oro y que le vendió el inmueble a Santiago. “Cícero Barta, no puede siquiera poner pie en Francia, Bélgica y Holanda”, le comentó algún español cuando le advertió que no hiciera negocios con el extraño hombre que solía sentarse a la cabecera de una larga mesa repleta de comensales, siempre con un aparato de teléfono apostado junto a su copa y que, a pesar de tener harta servidumbre, contestaba personalmente con un estruendoso “¿Alló?” que constantemente interrumpía la velada. “¡O sois un gilipollas o un huevos de oro!”, le comentó la misma persona cuando Santiago confesó que ya había consolidado la transacción.

Extraña era la señora de Barta. Mujer blanca, sajona, de faz muy arrugada, el cuerpo grande y hosco, con forma de talega. Sus ojos eran vidriosos y pintados con tórpidos y gruesos trazos de sombra azul. Era muy entrometida y pueril, desinhibida. Su risa, escabrosa y gruesa, le hacía temblar la sobresaliente papada que siempre acompañaba de imponentísimas joyas. Madame Barta era muchas veces incoherente, llorona, y sobretodo, gran aficionada del gin. Dijo que le gustaba una buena mano de póker, pero que disfrutaba sobre todo del solitario, haciendo un vulgar gesto onánico con la mano. Luego, sin tener relación alguna y todavía disfrutando de su falta de respeto, me cuestionó burlonamente:

—Y díganos, Santiago, ¿para qué demonios compró el cascarón de una fábrica inservible?

—Para cumplir un sueño que tuve, madame —respondió Santiago educadamente, ante la inquisidora mirada del resto de los ocupantes de la mesa.

—¿Vivir entre escombros? —remató la mujer mientras mascaba una aceituna que recogió con sus dedos desnudos de una copa vecina, aún llena de bebida.

—No madame —respondió Santiago políticamente—. Quiero iniciar la producción de conservas y las tinajas son idóneas para hacerlo.

Santiago observó que el rostro de la mujer se descompuso en un santiamén. Ella volteó la mirada e intentó distraer la plática en diversas ocasiones, pero la brillante idea del andaluz había ya imantado toda la atención.

—El problema es —respondió Santiago a las insistencias de la concurrencia, mientras la mujer le arrojaba ojos fieros a su marido, Cícero— que necesito conseguir recipientes rígidos para contener productos sólidos con líquidos, y que además, puedan cerrarse herméticamente... He pensado que la respuesta podría encontrarse en hojalata de estaño; sobretodo para la formación de las tapas y de los fondos.

—¡Yah! ¡Brillante! le respondió el pelirrojo, a quien recién había saludado. —En época de guerra, nada podría ser mejor que asegurar la supervivencia... Imagino que trata de sarrrdinas? ¿Yah?- preguntó con torpe castellano.

—Así es, ¿caballero...?

—Dietrich, Harold Dietrich – respondió el pelirrojo anticipándose a la pregunta. —Soy un químico con experiencia en estas y otras cosas —dijo con una sonrisa fría y altiva. —Permítame hacerle unas observaciones.

—Por supuesto.

Continuará…

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