La enseñanza

14 de Mayo de 2024

J. S Zolliker
J. S Zolliker

La enseñanza

Monje-meditando

Este es un viejo cuento con moraleja que reescribo según lo recuerdo y que espero les sea útil.

En un antiguo paraje oriental existía un monasterio habitado por una estricta orden ortodoxa. Dentro de sus tradiciones minuciosas, los monjes únicamente salían de su amurallado refugio una vez al año, peregrinando hasta el monte para adorar a la Virgen Antigua y de regreso a encerrarse de nuevo.

Tales monjes, seguían el mandamiento férreo de no dejarse tentar por la carne humana, para nunca pecar por falta de castidad. Las reglas no escritas pero siempre vistas y seguidas por la orden: jamás mirar a una mujer directamente a los ojos, nunca hablarles, impensable siquiera rozar sus ropas; ¡infierno para quien las tocase!

Así pues, venían todos de vuelta de su anual salida, orando en voz baja, caminando en fila, con la mirada hacia el suelo y el capuchón montado, pero la dificultad del paraje provocó que se retrasara uno de los maestros con su aprendiz, quienes quedaron algo rezagados del grupo que marchaba al enclaustro del año nuevo.

Por lo anterior, estos dos últimos llegaron tarde al cruce de un río que hicieron los demás en algunas barcazas, viéndose obligados a levantarse los largos ropones para atravesar a pie y a contracorriente.

De pronto, cuando comenzaban a adentrarse en el agua, lograron escuchar que alguien se les acercaba corriendo. Se trataba de una hermosa mujer que estaba llorando y que provocó que ambos en reflejo, clavaran la mirada al suelo.

— ¡Ayúdenme por favor! —suplicó ella— Es demasiado tarde y no me fue permitido abordar ninguna barcaza. Necesito llegar a la otra orilla pues me han avisado que mi anciana madre está en su lecho de muerte y me temo que si no llego hoy en la noche a su lado… —guardó silencio y luego agregó—. ¡No sé ni nadar y temo que me lleve la corriente! ¡Por favor! ¡Por favor!

El joven aprendiz, recordando bien sus mandamientos, hizo caso omiso de la plegaria y adelantó unos pasos hasta que se percató que su maestro no venía a su lado. Al volver la mirada, observó que aquel a quien tanto admiraba por su devoción y sabiduría, había violado su código y cargaba en hombros al ente del pecado.

En cuanto llegaron al otra lado del río, el maestro bajó a la mujer y continuaron su camino a marchas forzadas pues era peligroso que la noche los atrapara a medio camino. El maestro en silencio oraba y avanzaba y el aprendiz, en silencio maldecía a aquél en quien antes tanto confiaba y que hora había mancillado su candor con el espantoso yerro de haber visto, hablado, tocado y cargado a la impura mujer aquella; ¡Sanguijuela de la virtud! ¡Eva maldita! ¿Lo denunciaré? Es mi obligación. ¿Lo castigarán? ¿Lo echarán de la orden? En el fondo es un buen hombre pero, ¡yo lo vi y ha pecado! ¡Y si no hago nada seré su cómplice luciferino! ¡Maldita mi suerte! ¡Maldita mujer! ¡Maldita debilidad de este hombre santo a quien tanto amaba! ¿Qué me puede enseñar ahora? Lo que me diga ahora en mi instrucción estará siempre manchado por el recuerdo inmediato de ese momento de debilidad causado por la bruja incitadora. Lo peor de todo, es lo hermosa que era ella. La piel blanca y tersa, los ojos brillantes y negros. Arpía. Tengo que decirlo al Gran Comendador y dejar que el tribunal supremo haga su labor. ¡Lástima porque es un buen hombre! ¡El más bueno que he conocido! Oh, no sé que hacer con mi querido maestro, quien me recogió de la calle y me vistió, me ha dado comida, techo y me ha tomado bajo su siempre leal tutela. ¿Cómo puedo hacerle esto?

—Hemos llegado después de una horas de retraso —dijo el maestro interrumpiendo los pensamientos de su pupilo—. Allá, en el horizonte, se asoma el monasterio ya iluminado por antorchas.

—Maestro —le contestó—. Antes de que lleguemos al lado de nuestros hermanos, en el silencio y confidencialidad que nos otorga la distancia y por el eterno agradecimiento que le tengo por haberme rescatado cuando infante, le hago saber mi enorme molestia por el pecado cometido. Espero que se auto-inflija una gran pena para que pueda yo estar tranquilo de no denunciarlo.

—¿A que te refieres? —preguntó el maestro anonadado.

—A que ha mirado a una mujer, le ha hablado y peor aún, la ha tocado cuando la llevó en hombros a cruzar el río, hace más de 20 leguas de camino. Debe saber, maestro, que no he podido dejar de pensar en ello las últimas tres horas de andar; me sorprenda y pesa que un hombre tan bueno, haya sucumbido tan triste y cobardemente ante el pecado.

—Hijo querido —le respondió cariñosamente su mentor —que esto te sirva de lección: hemos pecado ambos, pero cuando yo lo hice, un fin correcto y piadoso se cumplió y no lo mismo ha sucedido contigo.

— ¿Yo? —preguntó sumamente sorprendido.

—Sí, hijo. Es verdad, yo he tocado a una mujer que bajé de mis hombros y dejé 20 leguas atrás, en cambio tú no has podido sacarla de tu mente las últimas tres horas. ¿Por qué no la dejaste como yo, a la orilla del río?

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