Mi vida como ángel

26 de Abril de 2024

Mauricio Gonzalez Lara

Mi vida como ángel

mauricio gonzalez lara

Las alas del deseo, película dirigida en 1987 por el germano Wim Wenders, narra la historia de dos ángeles que descienden a la Tierra con el fin de reconfortar a las almas atribuladas que habitan bajo el cielo de Berlín. Invisibles al ojo humano, Damiel y Cassiel no pueden manifestar su presencia ni cambiar la vida de las personas que observan; sólo se limitan escuchar sus pensamientos y, en momentos críticos, inocular una sensación de alivio lo suficientemente fuerte para inspirarlos y darles sosiego, pero nunca tan poderosa como para interferir con su libre albedrío. El universo de conversaciones internas percibidas por los ángeles es diversa y apabullante: rompimientos amorosos, problemas económicos, dolores provocados por la ausencia, desesperación suicida, arrepentimientos tardíos, etcétera. Las alegrías, desgracias y placeres verbalizadas mentalmente por los humanos mientras transitan por las plazas y recintos de la capital alemana obsesionan particularmente a Damiel (Bruno Ganz), quien decide saltar al vacío y convertirse en hombre tras enamorarse de una acróbata de circo. A 31 años de distancia, la posibilidad de escuchar los pensamientos de las personas que caminan por las calles ya es una realidad. La razón, sin embargo, no obedece al acelerado avance de la tecnología telepática o a una súbita intervención divina orientada a transformarnos en ángeles. El abaratamiento de los servicios telefónicos móviles, aunado a la popularización de los auriculares de manos libres, ha redundado en que las principales ciudades del mundo occidental estén pobladas por individuos incapaces de deambular en silencio. No hay distancia que puedan recorrer sin sentir la imperiosa necesidad de platicar por teléfono mientras enfatizan con las manos los puntos más intensos de la conversación, la cual, al igual que en el filme, puede ir de la alegría trivial a la tragedia más devastadora. La Babel se extrapola a niveles delirantes en el transporte público, donde es imposible no jugar a ser ángel y escuchar las charlas de los pasajeros que, años atrás, habrían parecido locos de atar que le hablan a un fantasma que sólo ellos pueden ver. El ejercicio voyerista a veces es incómodo. Antes, por ejemplo, no estaba consciente del alto número de chilangos que cortan con lujo de lágrimas por el smartphone, llevándose las manos al rostro en franca desesperación. Algunos charlistas intentan ser cautos y hablan en voz baja mientras sostienen el cable del micrófono en la boca. No importa: más temprano que tarde bajarán la guardia y todo el Metrobús se enterará de lo mal que se la pasan en el corporativo donde trabajan, allá, en el lejano reino de Santa Fe. Un fenómeno similar ocurre en los taxis, donde el pasajero, confundido, debe redoblar la atención para identificar el momento preciso en que el chofer decide interrumpir su charla telefónica para pedirle una indicación extra en aras de llegar al destino indicado. Algunos países prohíben que los taxistas hablen por teléfono mientras trabajan, amén de que usen o no dispositivos de “manos libres”. En mi experiencia, el reglamento sea en Europa o Estados Unidos, rara vez opera en la cotidianidad: a los choferes de todo el mundo les resulta imposible resistirse a platicar con el amigo o la novia mientras llevan pasaje. En teoría, la tecnología debería expandir el conocimiento y fomentar la comunicación; en la praxis, no obstante, tiende a funcionar como un vehículo que nos ayuda a formar tribus con frecuencia antagónicas a aquello que consideramos diferente y ajeno. ¿Cómo interactuar con la comunidad si hacemos todo lo posible para aislarnos y mostrar que nos vale un carajo? Quizá valga la pena no usar el smartphone por unos momentos, así sea sólo para decir “buenos días”, “gracias” o “pase usted”. Es una cuestión de cortesía elemental.