El elevador

14 de Mayo de 2024

Rebeca Pal

El elevador

REBECA PAL

Les contaré una anécdota de algo que me pasó hace unos días. Llegué a la Arquidiócesis acompañada de mis dos testigos para hacer la entrevista que la Iglesia te pide, para poder casarte. Fui la última en pasar y después de una plática con el padre, salí de la oficina para reunirme con mi abuelo y mi cuñado. La luz eléctrica se fue pero no tardó en volver. La señora que trabaja en la oficialía de matrimonios, me dijo que subiera a la cuarta planta para hacer el pago del trámite y regresara con el recibo.

Mi abuelo se quedó sentado, esperando, y mi cuñado me acompañó al elevador porque debía marcharse. Tenía cita para sacar el pasaporte y apenas iba a llegar a tiempo. Presioné el botón del elevador con la señal que indica que va hacia abajo para darle prioridad a él. Después del gran favor que me había hecho, sentía que era lo mínimo que podía hacer. Nos despedimos y se marchó. Volví a presionar el botón del elevador pero esta vez con la señal que indica que va hacia arriba. Mientras esperaba, llegó una mujer que también iba a hacer un pagó en el mismo piso que yo.

Se abrieron las puertas y las dos nos subimos al elevador. Volví a presionar un botón, esta vez uno con el número cuatro, y las puertas se cerraron. Empezamos a subir y ella, con las manos entrecruzadas a la altura del pecho, me miraba por algunos segundos y volvía a bajar la mirada al piso. Intenté romper el silencio con un: “¿Tú también estás por casarte?”. Ella me dijo que sí, sonriendo, apretando con más fuerza las mano entre sí y sin cambiar la dirección de la mirada. De forma muy lenta, como si le costara trabajo articular las palabras, comenzó a contarme que se iba a casar con un español, de Canarias, con el cual llevaba siete años de noviazgo.

En ese momento el elevador se detuvo de forma brusca, la luz del foco se apagó y las puertas, envidiosas, se abrieron un poco dejando entrar apenas algo de sol, que no nos permitía ver en el interior, sólo un poco de la luminosidad que había afuera y que nos deslumbraba. Lo primero que pasó por mi cabeza fue: “Siempre hay una primera vez para todo”. Sonreí para mis adentros y contemplé lo oscuridad. No podía ver ni siquiera mis propias manos.

Mi compañera de elevador, inhalaba y exhalaba con mucha fuerza. Lo primero que se me vino a la mente fue hacerle preguntas sobre su boda para calmarla. Le dije que lo más seguro era que la luz regresaría en cualquier momento, que no se preocupara. Pero mi consuelo no funcionó, ya que había pasado más de cinco minutos y no había un héroe que viniera por nosotras o que Dios, aprovechando que estábamos en la Arquidiócesis, nos diera el milagro de un hágase la luz.

Con la voz quebrada me dijo que era claustrofóbica y que ya no podía aguantar más. Sin pensarlo, fui hacia el rayo de luz que me indicaba la pequeña abertura entre las puertas y, sintiéndome un héroe de acción, puse toda mi fuerza para abrirlas. La gran sorpresa fue que las puertas no se resistieron, al contrario, no necesitaba de toda mi fuerza titánica para abrirlas, con un pequeño empujón bastó. Las dos salimos del elevador.

Si ella no se hubiera puesto nerviosa, yo jamás me habría acercado a las puertas para intentar abrirlas. Los problemas en la vida pueden ser grandes oportunidades para sacar la mejor versión de nosotros mismos, si es que así lo deseamos. En la oscuridad, llegué a la conclusión de que el miedo me llevo a una zona de conformismo en la que no me vi con la habilidad, la fuerza o la destreza suficiente para sacarme del problema. Fue gracias a la claustrofobia que ella padece, que tomé el valor para buscar una salida. Al intentar abrir las puertas me di cuenta que el reto no era abrirlas, porque de alguna forma ya estaban abiertas, si no tener el valor para salir de la oscuridad.

Qué fácil es caminar hacia la luz, pero cuánto miedo da hacerlo.

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