Apple ya no es una religión

27 de Abril de 2024

Mauricio Gonzalez Lara

Apple ya no es una religión

A casi un lustro de la muerte de Steve Jobs, acontecida el 5 de octubre de 2011, Apple ha dejado de ser una religión. Por un lado, como confirmó la reciente presentación del iPhone 7 la semana pasada, los medios de comunicación ya no consideran a la marca como el buque insignia de la innovación tecnológica. La empresa fundada por Jobs siempre ha contado con detractores, pero las críticas orientadas a las fallas del nuevo smartphone –sobre todo las burlas referentes a sus audífonos inalámbricos- permiten confirmar el fin oficial del largo romance entre la prensa y la compañía de la manzana. Las ventas aún son espectaculares, pero la credibilidad casi religiosa de los analistas ha comenzado un ciclo de degradación que a estas alturas luce imparable. El templo y sus imágenes ya no comandan el respeto unánime de antaño.

La imagen de Jobs también ha sufrido un desgaste notorio. La muerte tiende a santificar a los líderes que mueren en la cumbre de su poder. La marca Jobs, sin embargo, ha sido la excepción a la regla. La desmitificación ha sido gradual pero contundente. En principio, Steve Jobs, el panegírico disfrazado de filme “oscareable” protagonizado por Michael Fassbender, dirigido por Danny Boyle y escrito por Aaron Sorkin no sólo fue un fracaso rotundo de taquilla, sino que fue descalificado como un lavado de imagen vulgar y simplón (la cinta termina con un Fassbender sensible y deseoso de acercarse más a su familia). En segundo lugar, las contradicciones del demiurgo de Apple se han apilado a extremos ya inocultables. Hoy sabemos que Jobs era un visionario grandilocuente, a veces cruel, a veces mezquino, capaz de mentir (y hasta engañar) para alimentar su narcisismo. Más estafador que santo, pues. Quizá el ejemplo más claro de sus contradicciones sea el famoso discurso pronunciado en la Universidad de Stanford en 2005. Como se recordará, el fundador de Apple proclamó en esa ocasión que, como resultado de una batalla contra el cáncer, había cobrado conciencia de su mortalidad, por lo que conminaba a los estudiantes a trabajar en lo que más quisieran, sin miedo o arrepentimiento. La invitación incluía un guiño de ojo: a la vez que concebía a la muerte como un elemento liberador, también apelaba a creer que el destino –o sea, una fuerza metafísica- recompensaba a la gente que pensaba fuera del molde. Tomen riesgos, decía Steve, los puntos se conectarán y al final todo tendrá sentido. Para coronar esto, Jobs afirmaba que había vencido su enfermedad. Mentira. El cáncer seguía ahí y terminó con su vida seis años después. Simplemente se negó a aceptarlo.

Apple solía entregarnos el futuro a manera de presentaciones de productos que exhibía como “la próxima gran cosa” en el sector tecnológico. Esos días parecen encaminarse a su fin. La biografía de su fundador, sin embargo, ofrece un conjunto de lecciones valiosas y atemporales. La historia de Jobs nos recuerda que la genuina “próxima gran cosa” -el “producto definitivo” que nos espera a todos- es la muerte. Esa es la razón por la que lo seguiremos llorando, más allá de sus excesos y debilidades.