Sheinbaum en su dilema

21 de Mayo de 2024

Juan Antonio Le Clercq
Juan Antonio Le Clercq

Sheinbaum en su dilema

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El presidencialismo mexicano funcionó por décadas a partir de una combinación de reglas del juego escritas y no escritas, la más importante de todas referida a las funciones y poderes del presidente. Si bien el titular del Ejecutivo podía asumirse como cuasi monarca sexenal, jefe absoluto de Estado, gobierno y partido, incluyendo la facultad extraconstitucional de nombrar a dedo a su sucesor, su poder comenzaba a erosionarse una vez nombrado el candidato presidencial.

Este proceso sucesorio, que retiraba en forma gradual pero inexorable el poder al presidente, tenía un sentido muy importante para garantizar la continuidad del régimen no democrático. Esta forma de transferir el poder, aceptada como las reglas del juego mismo por los actores involucrados, sustituía la rendición de cuentas y equilibraba las relaciones entre distintos grupos políticos de la familia revolucionaria. Todo el poder al presidente por sólo seis años, para después redistribuirse en otras manos.

De igual forma, la sucesión presidencial garantizaba la circulación de élites y la redistribución de prebendas y posiciones políticas. La presidencia omnipotente representaba la punta de la pirámide distributiva, la mano que palomeaba nombramientos y candidaturas, pero sólo por seis años. Quienes quedaban fuera sabían que siempre tenía la oportunidad de reciclarse una vez nombrado al sucesor. Quienes estaban arriba disfrutando de la plenitud del poder, sabían también que podían quedar fuera del juego con los reacomodos presidenciales.

La turbulencia política durante la década de los ochentas se explica en parte por el agotamiento de este modelo; por un lado, quienes quedaron fuera del reparto sexenal entendieron que las cosas habían cambiado y que difícilmente tendrían margen para volver a jugar, por lo que buscaron nuevos espacios. Por otro lado, los intentos del presidente de seguir influyendo en las definiciones políticas y el reparto de posiciones una vez nombrado el sucesor, provocaron en 1994 una de las mayores crisis políticas en la historia del país.

El gobierno de la 4T ha revivido muchas de las viejas prácticas y pautas políticas de una presidencia hipercentralizada, la vida política gravita para el grupo político mayoritario en torno a la figura del presidente y su voluntad personal. Pero a diferencia del pasado, del pasado político que aspiran a revivir, no es claro que estén dispuestos a asumir que el presidente pierda relevancia, centralidad en el reparto de posiciones y autoridad como árbitro entre los grupos en disputa una vez nombrada la sucesora. La pregunta que flota en el ambiente es si Claudia Sheinbaum tendrá la voluntad y la capacidad para distanciarse de la figura de López Obrador y si éste le permitiría gobernar libremente.

No hay duda que Sheinbaum destaca su disciplina y lealtad al proyecto político y a la figura de López Obrador, ¿seguirá ocurriendo esto en un escenario en el que la candidata de Morena gana las elecciones? El dilema no es sencillo y advierte sobre riesgos de turbulencia política en los próximos años. Ante la posibilidad de que Sheinbaum deba gobernar con un Congreso dividido, asumirse como fachada de López Obrador sólo puede llevar a su gobierno a la irrelevancia, la parálisis y la polarización permanente, lo cual no le conviene ni a Sheinbaum ni al país. La otra opción es asumir su autonomía política para negociar acuerdos y construir nuevos equilibrios, para desarrollar su propio proyecto de gobierno dialogando con todos los grupos políticos, algo que difícilmente gustaría a López Obrador y su círculo cercano. Con AMLO o sin AMLO, con autonomía o sin autonomía, he ahí el dilema y bajo cualquier alternativa habría costos políticos muy altos para Sheinbaum en su relación con el expresidente. La pregunta es, ¿hasta dónde está dispuesta a llegar para construir su propio proyecto político en caso de ganar las elecciones?

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