La pesadilla, un año de escuela online

28 de Abril de 2024

La pesadilla, un año de escuela online

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Estas son las historias de los protagonistas de un año de aprendizaje tras las frías y distantes pantallas de un celular, tablet, computadora y televisión; los relatos de quienes debieron enseñar y calificar, y los que se supone que aprendieron

Estas son las historias de los protagonistas de un año de aprendizaje tras las frías y distantes pantallas de un celular, tablet, computadora y televisión; los relatos de quienes debieron enseñar y calificar, y los que se supone que aprendieron, con 25 minutos por semana, a escribir las primeras letras o en 200 horas, saber leer, hacer quebrados, álgebra o comprender la tabla de elementos.

Todos terminaron agotados y con la duda sobre cuánto sabe realmente la infancia mexicana, a la que por decreto la SEP prohibió reprobar. Son la suma de retratos en los miedos, de las pérdidas, la incomprensión y de esos pequeños triunfos que dejaron las improvisadas clases en línea.

Un decálogo para la soledad

Marta es una madre soltera y Pedro un hijo que no echa de menos al padre. Llegaron hace año y medio a la Ciudad de México desde el norte del país: ella con la consigna de terminar un posgrado en Comunicación y regresar a Chihuahua a emplearse en un periódico. A Pedro, el pequeño de siete años, su madre lo ilusionó con que iría al colegio y conocería a muchos niños de su edad.

Los abuelos del niño no estuvieron de acuerdo con el viaje, pero al final ayudaron a Marta con la renta de un departamento al sur de la capital.

La ciudad y su ruidero los sorprendió, así como también el virus del Covid.

Madre e hijo se instalaron sin tener otra opción que encerrarse por la pandemia. Como miles de habitantes del país, se resguardaron entre cuatro paredes para no contagiarse.

Marta comenzó con sus clases en línea, Relaciones Públicas, Periodismo y Mercadotecnia por las mañanas y Psicología e Investigación Cualitativa por las tardes. Pedro, por su parte, también se integró a la escuela en el ciclo 2020-2021 de un modo muy distinto al que supuso. Sin colegio al que asistir, sin amigos a quienes conocer y sin recreo para jugar.

Así, Pedro tuvo que aprender las vocales, los números del uno al 100 y deletrear palabras frente a la pantalla de su computadora. Pero no sólo eso, todos los compañeros aprendieron a entrar a la aplicación que los integraba al grupo, aprendieron a abrir micrófono, abrir video, chatear, aumentar sonido, levantar la “manita” en la barra de comentarios y otras cosas.

Diariamente por cuatro horas, el pequeño puso total atención a la clase, aunque de repente y sin más, se perdía su rostro en la pantalla por meterse bajo la mesa para recoger el inquieto lápiz.

Las instrucciones dictadas por la maestra Lydia se cumplían al pie de la letra, todos los compañeros dibujaban sobre la hoja, iluminaban y al final levantaban el cuaderno enseñando orgullosos el resultado de su trabajo.

De los 25 millones de alumnos de primaria, secundaria y preparatoria que reporta la Secretaría de Educación Pública, sólo un 45% cuenta con equipo de computación y sólo un 56% tiene conexión a internet.

En ese sentido, Pedro es afortunado, pero el problema de Marta y su hijo no radica en la tecnología, sino en el cuidado del niño.

A principios de este año Marta comenzó a realizar el servicio social como fotógrafa en un periódico de la ciudad. Su integración al medio no sólo fue virtual, también de campo.

Desde hace cinco meses, forrada con un cubrebocas, careta y cámara, inició sus visitas a las jornadas de vacunación. Pedro se quedó al cuidado de una empleada doméstica, misma que por miedo al contagio, un día, ya no regresó.

Al no tener quién cuidara al pequeño y con la necesidad de salir, Marta se vio forzada a dejarlo solo por una o dos horas al día. Creó un decálogo que el niño tenía que obedecer, cosas como no levantarse de su lugar mientras tomaba clase, hacer caso a la maestra, no acercarse a la estufa, no asomarse a las ventanas, no dejar abiertas las llaves del agua. Indicaciones todas que Pedro memorizó.

Frente a la pantalla, en clase, el pequeño pasaba desapercibido, era como cualquier otro alumno, participaba, resolvía y también se equivocaba.

Marta apareció junto a su hijo en la última junta de padres al final de curso. Estuvo desde el inicio de la sesión y mencionó lo complicado de su situación. Reconoció que el riesgo estaba latente, que salía “con el Jesús en la boca” y la angustia la seguía en todo momento que se encontraba fuera de casa y que por suerte Pedro era un hijo bien portado, capaz de cuidarse bajo su ausencia.

Sin duda, la educación en línea ha dejado al descubierto problemas familiares como el de Pedro y su mamá, donde la ausencia de adultos debido a una exigencia laboral implican un abandono que pudiera dañar o poner en riesgo la situación de un infante.

Algunos otros casos denotan violencia intrafamiliar, como lo ocurrido a una maestra que fue golpeada por su pareja frente al salón de clase, hecho que se hizo viral, o donde los alumnos son humillados y amenazados por profesores, o estudiantes que viven bajo un ambiente alcoholizado o afecciones emocionales por desempleo de los tutores.

Esta gama de problemas deben de ser localizados, evaluados y diagnosticados por expertos con el fin de solucionar entornos deteriorados en la comunidad virtual.

Para concluir, la era educativa por la que atravesamos lleva dos aristas de desarrollo, una aplicada al aprendizaje vía tecnología y la segunda aplicada al entorno psicosocial de los que utilizan dicha tecnología.

Países como Japón e Inglaterra a últimas fechas han creado instituciones que revisan este tipo de casos que no son locales ni esporádicos, sino universales y con un crecimiento constante.

Pedro ha terminado el primer año de primaria con buenas calificaciones. Su abuelo Gabriel le ha mandado desde la frontera un cachorro de tres meses para que le haga compañía. La madre les ha tomado la palabra a algunos padres del colegio quienes se han ofrecido a cuidar a su hijo mientras sale a laborar. Las cosas van viento en popa para los dos.

Marta aún sigue con “el Jesús de la boca”, aunque ya no por Pedro sino porque en una de esas no se vaya a contagiar.

Jorge del Ángel

Nadie entendió a Miguel

Sin ceremonia de honor, ni bailes, ni galas, este fin de curso fue muy diferente. Miguel de 15 años concluyó la secundaria en medio de la pandemia, sin volver a ver en persona a sus compañeros ni maestros.

Ahora deberá vivir el proceso, ese que a muchos nos atemoriza y quizá a él más: pasar a una nueva escuela. Las medidas de sana distancia ante la emergencia por la pandemia de Covid-19, obligaron a millones de alumnos a dejar las aulas. El proceso educativo se vio marcado por una nueva dinámica, la comunicación a través de dispositivos móviles, la entrega de tareas mediante plataformas digitales y las clases por Zoom o Google Meet, un proceso que resaltó las deficiencias y carencias que tienen algunas instituciones que no estaban preparadas para trabajar con educandos con alguna neurodivergencia.

Miguel es un adolescente con síndrome de Asperger, una condición que dificulta interiorizar o manejar las reglas sociales implícitas, lo que sin duda le complicó adaptarse a las nuevas practicas dentro de la escuela.

Las fallas se notaron desde las clases presenciales; sin embargo se acentuaron con la modalidad online. Los profesores no lograron entender que para las personas como Miguel las reglas básicas para la adaptación e integración en la sociedad son algo complejo de seguir.

En su caso, las dificultades fueron desde las llamadas de atención por los errores de comunicación que tuvo con sus profesores, hasta el reprobar una materia por no encender la cámara durante una sesión.

Como todo un cliché, Miguel fue llamado el raro de la clase, los ataques contra él se hicieron presentes en los grupos de trabajo, vía WhatsApp, una profesora lo calificó como “niño problema” y la solución fue aislarlo aún más y mantener solo comunicación con la orientadora de la escuela

Una muestra de que ni los docentes ni la Secretaría de Educación Pública (SEP) cuentan con las medidas de atención necesarias ni los planes de trabajo para los estudiantes con alguna neurodivergencia.

Aislado, temeroso y con problemas para integrarse, así comenzará Miguel una nueva etapa de su formación y de su vida, con una condición que seguirá sin ser atendida en sus clases y con el riesgo de aislarse más.

Norma Montiel

A un paso, el sueño se derrumbó

“Me faltaba poco más

de un año para terminar la carrera cuando todo empezó. Hoy, a dos meses de graduarme, no me siento preparada para el mundo laboral”, expresa temerosa Erika, una joven estudiante de Comunicación.

Con un tono de tristeza y desánimo, Erika relata cómo es que el confinamiento la dejó sin el lado práctico que conlleva su carrera: el poco aprendizaje que obtuvo, la falta de apoyo de los maestros e, incluso, problemas de visión y los dolores de espalda por las horas frente a la computadora.

La joven comunicóloga asegura que en un inicio no fue tan difícil, pero como fue avanzando el tiempo, todo se complicó. “Varios maestros sólo prendían su cámara y comenzaban a hablar, sin pedir participación de los alumnos, sin apoyarse con alguna presentación. Yo amaba mis clases, pero cuando fueron virtuales, se volvieron aburridas y sin chiste”, contó.

Ella y sus compañeros, que ya eran pocos, pues muchos abandonaron sus estudios por la necesidad de salir a trabajar ante la crisis económica que trajo consigo la pandemia, tuvieron que arreglárselas para practicar desde casa y con las pocas o nulas herramientas con las que contaban.

No había un profesional que los fuera guiando, que les diera consejos sobre qué sí hacer y qué no. Nadie que los corrigiera, nadie que les explicara cómo era enfrentarse a la vida laboral una vez que salían de la universidad.

Poco a poco fueron saliendo más secuelas. Los hogares se volvieron los salones de clases y, pese a que se puede pensar que resultó más cómodo, fue todo lo contrario. En un aula, el alumno está conviviendo con personas que tiene los mismos intereses en cuanto a las clases, lo que se escucha es al profesor y las dudas de los compañeros, y es más fácil concentrarse. Pero en el hogar parece un reto lograrlo, pues están los ruidos de la calle, de la familia, de las mascotas y a eso, se aumenta las fallas y faltas de conexión a internet.

“Era estresante y frustrante cuando la conexión era mala o de plano no había. En una ocasión no pude entrar a la clase por falta de internet y ni cómo avisar que fue por cuestiones técnicas y no porque yo no quisiera tomar la clase”, recordó Erika.

La cereza de este pastel de complicaciones ya no tiene que ver precisamente con el aprendizaje, sino con problemas de salud.

“Cuando iba a la universidad caminaba para tomar el metro, para llegar a la escuela, teníamos pequeños recesos cuando las clases eran largas, pero ahora no hago nada más que estar sentada y hay días en los que no aguanto el dolor de espalda”, explicó.

Debido al tiempo que estaba frente a la computadora, la vista de Erika se afectó, la graduación de sus lentes aumentó y su espalda también estaba resintiendo las horas que estaba sentada. Por si fuera poco, para Erika y otros graduados de diferentes carreras será todo un reto lanzarse al mundo laboral, sin tener la esencia de este último semestre, dedicado a darles herramientas para comenzar.

Karla Galicia

“Las malabaristas de ansiedades”

Marzo de 2020. Llegó a casa un nuevo integrante de la familia. Ahora somos cuatro, y con él, el inicio de la pandemia que nos cambiaría la vida.

Las noticias anunciaron el problema que se venía, pero no la dimensión. Al principio no lo sentí tan terrible pues en plena recuperación, bebé en casa y con mi esposo en casa por el home office parecía un alivio en medio de la tormenta. Con el pasar de los días esperaba que la alarma pasara y pudiéramos retomar actividades en un par de semanas, pero no fue así. Mi pequeña Sofi, nuestra primera hija de seis años salía de prescolar y su vida daría un giro al entrar a la primaria.

Pero el giro fue total y para todos. La falda del baile de primavera se quedó guardada en el armario, los planes del vals de graduación y todo aquello que como mamá esperamos con ansias y orgullo simplemente se vieron opacados con el confinamiento. Sofita, como le decimos de cariño, dejó de ir a la escuela al mismo tiempo las preguntas que en algún momento veía lejanas ahora estaban tocando la puerta ¿Qué pasaría con su educación, lograría aprender a leer y escribir? ¿Qué tan preparada llegaría a la primaria? ¿Seremos capaces como padres, con un recién nacido, el trabajo a distancia y en medio de todo el temor de contagiarnos, de poder ser unos buenos ‘maestros’?

Pero casi sin darnos cuenta se graduó y como si se tratase de un abrir y cerrar de ojos, mi niña ahora se inscribía al primer grado de primaria.

Nadie sabe realmente cómo abordar una pandemia, pero las mamás que tenemos hijos en edad escolar nos hemos vuelto una especie de malabaristas de ansiedades propias y ajenas. Si de por sí ser mamá de tiempo completo es uno de los trabajos más exigentes ahora se triplicó. A menudo me preguntan si yo no trabajo, con mi cara de emoticón con los ojitos mirando hacia arriba y con un sutil sarcasmo suelo responder que no, yo sólo hago de chef, nutrióloga, enfermera, contadora, asistente personal, costurera, creativa a la hora de las tareas, porque que a veces las maestras creen que uno no tiene nada que hacer, pues entre otras cosas ahora también soy maestra.

Aunque realmente ya lo era a la hora de las tareas, pero en esa ocasión las clases las tendría que dar yo. En la mesa están los libros y cuadernos, la sala se volvió salón de clases, me hice de un pizarrón para poder apoyar en la lectoescritura, en paralelo se volvió el área de las juntas de trabajo de mi esposo, la habitación se convirtió en un salón auxiliar cuando la clase por zoom empezaba y al mismo tiempo el bebé se ponía a llorar. Así, entre pañales, llantos y cuadernos, la hora de comer y los trastes sucios se multiplicaron casi por generación espontánea, y a veces ni eso porque el tiempo tan absorbente no daba más remedio que recurrir a las app para pedir comida a domicilio.

El otro día tuve que buscar un tutorial en YouTube para enseñar a leer. La verdad es que uno no sabe lo incapacitado que es hasta que tienes que volverte maestra tiempo completo. Si algo me ha revelado la pandemia es que no nací para ser maestra. Aplausos de pie a las personas que tienen que enseñarle con paciencia a nuestros hijos, que se adaptan a nuevas plataformas, que pueden mantener la atención de 30 niños de entre 6 y 7 años como si los tuvieran enfrente físicamente.

Pero me temo que los esfuerzos de la maestra no son suficientes en esta ‘nueva normalidad’ y las clases de 40 minutos en línea una vez a la semana no aportan demasiado, y uno tiene que ingeniárselas para que mi niña no se quede con dudas y vacíos, y poder avanzar lo más que se pueda y no llegue tan atrasada al siguiente grado.

Aunque también se percibe que no todas las madres o padres de familia están en sintonía con ello, pues hay quienes ni siquiera son para atender indicaciones tan sencillas como silenciar su micrófono, evitar hablar por teléfono durante la clase, otras regañan a sus hijos, varios pequeños que literalmente están solos y se la pasan pintando la pantalla, un caos sin fin que terminar por reducir una clase de 40 minutos en actividades de 25 aproximadamente, y ¿qué podemos aprender en 25 minutos?

Los días se vuelven eternos y lo único que nos queda es buscar opciones que puedan ayudar a que ninguno se vuelva loco. En redes sociales invaden los grupos reducidos de regularización, pero la incertidumbre de un posible contagio me hace dudar.

Me hago seguidora de páginas en Facebook de ayuda a padres de familia, uso de aplicaciones y juegos para reforzar la lecto-escritura, sumas y restas con frijolitos, libros para colorear y una lista de materiales autodidactas para que la niña no sufra de aburrimiento.

La pandemia ha venido a reforzar y a incrementar lo que ya venía haciendo y aunque cansado en extremo, sin duda, el hacer sentir a mi hija que tiene el apoyo de mamá y papá es lo que más nos ha importado.

Viene el regreso a clases presenciales y como si se tratara de una ola enorme, siento que se acerca un mar de nuevos temores, inseguridades y demás. Mi niña lo espera con ansias, ya quiere entrar y conocer a sus nuevos compañeros. El prescolar quedó atrás, y ella está tranquila pues nos dice que con sus cubrebocas y su gel nada malo le va a pasar. Yo sólo la miro con el corazón y el estómago estrujados, la abrazo, le doy un gran beso y le digo que ‘todo estará bien’.

Verónica Saldaña Sainz

Graduación a prueba de virus

El sonido de las bocinas hizo que tres o cuatro vecinos se asomaran por la ventana. “Pi-pi-pipipí”, se oía desde la camioneta donde viajaba la directora Jazmín, la teacher y miss Caro. “Tu-tu-tututú”, retumbaba el auto en el que venían miss Romi y miss Adri.

Saúl no sabía a quién abrazar primero. Emocionado, extendía los brazos en todas direcciones, esperando que cualquiera de las maestras lo estrechara. Hacía tantos meses que no las veía juntas, hacía tanto tiempo que no se ponía el uniforme de la escuela.

El miércoles 14 de julio, las profesoras del jardín de niños Manuel Valdés Acuña, de la alcaldía Tláhuac, idearon la forma de ganarle al menos una batalla a la pandemia: con cubrebocas y botellitas de alcohol en gel, viajaron en caravana a los domicilios de los alumnos que terminaron el nivel preescolar.

La emergencia sanitaria hizo imposible un evento presencial, pero, con las debidas precauciones, nada impedía que el personal de la escuela se trasladara a las casas para hacer una miniceremonia y entregarle a cada niño su diploma, los documentos oficiales y un recuerdo como integrante de la generación 2018-2021.

De los tres años que dura el kínder, Saúl sólo pudo pasar la mitad del tiempo en el aula; el resto se lo robó la pandemia. Pero lo que no pudo llevarse fue el entusiasmo de las profesoras para armar un enorme marco azul donde colocaron una leyenda con letras plateadas que decía: “Mi graduación”. Un banquete para las fotos.

Con globos multicolores y serpentinas, las cinco profesoras rodearon al emocionado muchacho de seis años, que días antes, a través de zoom, como han sido sus clases desde hace quince meses, había confeccionado un birrete para ese momento tan especial.

Fueron cinco fugaces minutos. Suficientes para que la directora Jazmín le deseara a Saúl éxito en la primaria y para que los padres agradecieran a las maestras el esfuerzo, el cariño y la paciencia. Sólo el destino sabe si Saúl volverá a ver a sus maestras juntas. Pero si la nostalgia quisiera atacar algún día, tiene una foto de la generación. La Covid-19 impidió que los niños y el equipo docente se reunieran para posar juntos, pero en las actuales circunstancias se vale usar el photoshop para juntar a los chicos que, muy a su pesar, ya no tuvieron oportunidad de despedirse.

Juan Carlos Rodríguez

Colores que curan

El último año de secundaria para Sarah se limitó a clases a través de una pantalla y reuniones virtuales. De las fiestas de quince años, de las que tanto habían platicado ella y sus amigas, nada o muy poco pudo consumarse. Un pastel pequeño, fiestas por Zoom, y pequeñas reuniones, a las que sus padres no la dejaron asistir por miedo al contagio.

Ahora teme que su primer año en la preparatoria sea igual, que la mantenga aislada y sin amigos, algo que ya ocurrió durante los primeros meses de la pandemia y que desató un episodio de depresión que tuvo que ser tratado con ayuda de profesionales.

Al pensar en sus alumnos y su propia hija, Marta --la mamá de Sarah y profesora de varios grupos en otra preparatoria--, decidió crear un pequeño espacio de expresión artística para que los adolescentes, especialmente aquellos que estuvieran atravesando otros cambios importantes, pudieran expresarse sin temor a ser juzgados.

La clave, según esta profesora, fue quitar la mirada crítica de un adulto, pero dentro de un espacio aún seguro, en donde los más jóvenes pudieran sentirse cómodos sin que sus problemas fueran menospreciados por tratarse de “temas de niños”. Actualmente, esta terapia de arte se comparte en grupos locales de Facebook y unos 15 adolescentes entre 14 y 17 años forman parte de esta comunidad.

Elizabeth Hernández