La reciente transformación del Poder Judicial de la Federación, impulsada por la reforma constitucional de 2024 que instauró la elección por voto popular de jueces y magistrados, ha sumido al sistema judicial en un caos operativo que pone en riesgo el acceso a la justicia de miles de ciudadanos.
Lo que debería haber sido un hito democrático se ha convertido, al menos en sus primeras semanas, en ejemplo de improvisación y falta de planeación. La transición, iniciada el pasado 1º de septiembre, evidencia serias fisuras estructurales que afectan tanto a los justiciables como a los propios juzgadores electos, quienes enfrentan un panorama de incertidumbre y desorganización.
El Órgano de Administración Judicial (OAJ), creado para reemplazar al Consejo de la Judicatura Federal y encargado de la gestión administrativa del Poder Judicial, ha mostrado ser incapaz de garantizar una transición ordenada. La solicitud de información básica a los 137 jueces y magistrados electos en la Ciudad de México, y a cientos más a nivel nacional, para asignarlos a juzgados y tribunales, refleja una falta de preparación previa que resulta alarmante.
Peor aún, la noticia de que 800 juzgadores desconocen aún a qué sede serán adscritos pone en evidencia una carencia de reglas operativas claras, un problema que retrasa la operatividad de los órganos jurisdiccionales, y que compromete la confianza en el sistema.
A esto se suma el hecho de que el OAJ ha ordenado a los nuevos juzgadores tomar un curso exprés, esta misma semana, para dotarlos de una capacitación mínima que les permita asumir sus responsabilidades. Este requisito, lejos de ser un signo de compromiso con la profesionalización, es una admisión tácita de que muchos de los electos carecen de la preparación técnica necesaria para desempeñar un rol tan crucial como el de impartir justicia.
Ante esto, la ciudadanía enfrenta un escenario desolador. En juzgados de la Ciudad de México, como el 13 y 6 en materia familiar, las audiencias han sido canceladas, los sistemas electrónicos están paralizados por la ausencia de firmas autorizadas, y los usuarios se encuentran atrapados en un limbo burocrático sin respuestas claras sobre el estado de sus casos. Esta situación no solo vulnera el derecho al acceso a la justicia, sino que agrava la percepción de un nuevo Poder Judicial incapaz de cumplir con su mandato constitucional en un momento crítico de transformación.
La responsabilidad de este desorden recae, en gran medida, en la falta de una planeación adecuada por parte de las autoridades que diseñaron e implementaron la reforma. La creación del OAJ, aunque necesaria para modernizar la administración judicial, no vino acompañada de un marco normativo claro ni de un cronograma que anticipara los retos logísticos de una transición de tal magnitud.
El plazo del 15 de septiembre, establecido por el OAJ para completar las adscripciones, parece más un acto de optimismo que una meta realista. Incluso si se cumple, la estabilización plena del sistema podría tomar semanas o meses adicionales, especialmente en regiones con alta carga judicial, como el Estado de México o Jalisco. En tanto, la gente seguirá enfrentando retrasos, cancelaciones e incertidumbre.
La elección popular de cargos judiciales es, sin duda, un paso audaz en un país donde la desconfianza en las instituciones es profunda. Sin embargo, la democracia no puede ser sinónimo de improvisación. La justicia no es un terreno para ensayos a ciegas; exige preparación, certeza y profesionalismo.
Es imperativo que el OAJ acelere la definición de reglas operativas claras, refuerce la capacitación y garantice la operatividad inmediata de los juzgados. La ciudadanía no puede seguir pagando el costo de una transición mal planeada y peor ejecutada.