Princesas y depredadores

11 de Diciembre de 2025

Emilio Antonio Calderón
Emilio Antonio Calderón
Emilio Antonio Calderón Menez (CDMX, 1997) es Licenciado en Comunicación y Periodismo por la UNAM y autor de las obras Casa Sola y Bitácora de Viaje. Ha colaborado en revistas literarias y antologías de editoriales como Palabra Herida y Letras Negras.

Princesas y depredadores

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La muerte de Brayan Nicolás Vicente Salinas no puede convertirse en la excusa para una nueva ronda de culpas públicas. Brayan, regidor de Reynosa, viajó a la Ciudad de México y terminó hallado sin vida en un departamento de Paseo de la Reforma. Las primeras indagatorias apuntan a un móvil de robo y extorsión: habría llevado a dos hombres al inmueble tras contactarlos por una aplicación de citas; al día siguiente su cuerpo apareció tirado en el piso y reportes preliminares indican posible administración de sustancias. La Fiscalía de la CDMX investiga; la PDI revisa cámaras y ya existe una detención vinculada a las imágenes de videovigilancia.

No obstante, la investigación oficial no ha impedido que la conversación pública derive en revictimización. Miles de usuarios llenaron las redes sociales con juicios que buscan convertir la responsabilidad criminal en un castigo preventivo. Hubo quienes, sin la menor contención, aseguraron que Bryan ‘se lo buscó’. Ese reflejo cultural, culpar a la víctima antes que exigir a las autoridades, demuestra una fragilidad moral insoportable. Sí: es necesario advertir sobre riesgos en apps y entornos desconocidos y la comunidad LGBT+ tiene la responsabilidad de dimensionar el riesgo que desgraciadamente se vive en la CDMX, sobre todo desde que este tipo de crímenes se han convertido en un modus operandi frecuente. Pero advertencia no equivale a absolución: el hecho de que Brayan haya tomado una decisión en su vida privada no atenúa el crimen que le fue cometido ni exonera a sus agresores.

Cuando la sociedad reacciona culpando a quien ya no puede defenderse, retrocede. La revictimización no solo daña la memoria de la persona asesinada; también dificulta la labor investigadora y erosiona la posibilidad de justicia. Exigir empatía es, en este contexto, una demanda mínima: que la investigación avance con celeridad, que se esclarezca el móvil real—vaciar tarjetas y extorsionar a contactos—y que la opinión pública deje de asumir el papel de tribunal sin pruebas.

Lo peor de la sociedad

El descubrimiento del grupo de Facebook “Las Princesas de Papá”, con más de 20 mil 600 miembros, obliga a recordar que el peligro puede estar más cerca de lo que creemos. La Fiscalía y la Policía Cibernética investigan la difusión de material sexualizado de menores, un fenómeno que, según las autoridades, involucra perfiles vinculados sobre todo a Nuevo León, Coahuila y San Luis Potosí. La red operaba bajo la apariencia de un espacio familiar, pero servía para compartir contenido comprometedor de niñas y adolescentes.

Aquí no caben la sorpresa ni la ingenuidad: la tecnología multiplica oportunidades para el abuso y la impunidad. La respuesta institucional, bajar enlaces, identificar a responsables, colaborar con plataformas como Meta, resulta indispensable. Pero también lo es la supervisión cotidiana de los padres, la alfabetización digital en las escuelas y la presión social para que quienes normalizan o usan este tipo de espacios enfrenten consecuencias reales. Que el grupo se alojara entre conversaciones aparentemente inofensivas muestra cuán fino es el límite entre lo familiar y lo criminal.

La omisión mata

Hablando de este tipo de límites, el caso de Renata Martinely Reyes vuelve a exponer la misma falla estructural: las instituciones que prometen protección terminan por despojar a las víctimas de su voz. En 2020, la menor denunció que su padrastro la grabó mientras se bañaba; su madre acudió al Ministerio Público con evidencia. Cinco meses después, el agresor irrumpió en la casa y la asesinó por asfixia. La investigación tardó en avanzar; el presunto feminicida murió en prisión en circunstancias oscuras antes de una sentencia definitiva. La madre, ahora activista, denuncia la revictimización sufrida durante el proceso: agentes que la culparon por la violencia cometida por su expareja, respuestas que oscilaron entre la indiferencia y la desidia.

Renata no fue víctima solo del asesino: lo fue también de un sistema que trivializó pruebas, desestimó riesgos y puso barreras donde debía ofrecer protección. Ese doble daño —la agresión física y la omisión institucional— repite un patrón que deja impunidad y dolor.

Tres historias distintas con una misma lección: antes de señalar a quien ya no puede responder, debemos exigir cuentas a quienes tienen la obligación real de proteger. La empatía no es un gesto opcional; es el primer paso hacia la justicia.