Cómo salir de pobre

13 de Mayo de 2024

Mauricio Gonzalez Lara

Cómo salir de pobre

MAURICIO

Si la cultura popular de un país refleja los valores de la sociedad que lo habita, México vive desde hace mucho tiempo en un extraño estado de esquizofrenia. Por un lado, sea a través de reality shows, campañas propagandísticas o incluso libros de autoayuda, un grupo de optimistas conformado por comunicadores, partidos políticos, gurús motivacionales y gente empeñada en ver felices a los mexicanos, insiste una y otra vez en que la movilidad social depende exclusivamente de la persona, por lo que si se desea contar con “éxito” en la vida, el único responsable de la cumplimentación de ese objetivo es el individuo, sin importar el contexto que lo rodea. “Si lo deseas y te esfuerzas lo suficiente, lo conseguirás”, nos dicen estos productos, a la vez que nos presentan casos de gente luchona que, si bien no nada en la abundancia, parece estar en camino de avanzar a un mejor estadio de vida, o por lo menos no duda en declararlo así en la televisión.

Por otro lado, si nos centramos en las narrativas más populares de México, las telenovelas, el discurso parece ser el contrario. En las telenovelas mexicanas, salvo algunas cuantas excepciones, casi nadie trabaja. Nunca sabemos en qué laboran los ricos, quienes sólo van a sus oficinas a intrigar contra los pobres. Tampoco vemos laborar a los pobres, quienes siempre están identificados como servidumbre, mecánicos o albañiles por la vestimenta que utilizan, y no necesariamente por practicar su oficio. Esta dinámica contrasta con los dramas televisivos estadounidenses, donde la vida del protagonista gira en torno a su trabajo, al grado de que el oficio casi es una clasificación genérica (algunos puestos de tianguis organizan así su oferta pirata: series de abogados, doctores, policiacas, etcétera). En las telenovelas mexicanas, la movilidad social –salir de pobre- sólo es factible en función de una de tres posibilidades: el escenario “Chachita”, es decir, mediante el descubrimiento de que el pobre en cuestión es en realidad el hijo bastardo de un rico que de bebé fue abandonado a su suerte en una iglesia o un barrio (como sucede con “Chachita” en la saga de Nosotros los pobres o en las telenovelas de Verónica Castro); el escenario “Huicho Dominguez”, consistente en ganarse la lotería (como en el culebrón El premio mayor), o de manera más reciente, el escenario “El señor de los cielos”, donde el camino del enriquecimiento es el de convertirse en narcotraficantes (como en El señor de los cielos o La reina del sur).

En un contexto donde la violencia del narcotráfico es interpretada cada vez con más frecuencia por sectores desprotegidos como una respuesta a un poder opresivo al que consideran responsable de su pobreza, no sorprende que las “narconovelas” sean hoy productos culturales de enorme popularidad. Hace apenas unos meses, los legisladores Zoé Robledo y Lía Limón emitieron una declaración en la que precisamente criticaban que la narrativa de las “narconovelas” mostrara al narcotráfico como un estilo de vida al que aspirar.

Hay, sin embargo, otra narrativa aspiracional que no se desarrolla en el terreno de la ficción, pero que los medios de comunicación presentan de manera cotidiana como un camino en extremo efectivo para enriquecerse en el corto y mediano plazos: la política. Todas las semanas aparece un nuevo escándalo de corrupción (propiedades sin declarar, maletas repletas de dinero, departamentos en Miami), pero casi nunca se consigna un arresto que nos orille a pensar que la corrupción en la política es mal negocio. Al contrario, la corrupción paga, y paga muy bien. La telenovela más indignante, qué duda cabe, no es la que simpatiza con el narco, sino la que se desdobla en los noticiarios todos los días: la del fracaso en la lucha contra la impunidad de nuestros funcionarios públicos.

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