*José Luis Sabau
Hay veces que, en el ayer, podemos entender el ahora. No porque se repita, o estemos condenados a emular sus acciones, como suele ser el cliché. Más bien porque, en tantas ocasiones, replicamos sus senderos sin llegar a su mismo final. Vamos coqueteando con ellos, evadiendo el riesgo de regresar a sus calles. Nos adentramos por caminos ya recorridos y, en el momento oportuno, damos una vuelta inesperada para la cual la historia tiene poco que enseñar.
En estos meses electorales, donde México —como cualquier democracia— deambula hacia un gobierno desconocido, he pensado demasiado en tiempos pasados en busca de guías. Es algo natural. Enfrentados con la incertidumbre del mañana, volteamos la mirada a otros tiempos, lugares y culturas en busca de algunas guías que vislumbren, por lo menos, el sendero que seguimos antes de abandonar su seguridad pretérita. Fue, en estos andares, que encontré una frase pasajera sobre la antigua Roma en un momento tan crucial como los comicios son para el mundo moderno.
Viene, aquel momento, en la biografía que escribió el romano Suetonio del ya distante Julio César; en ellos veo un paralelo forzado, quizá, con nuestros tiempos modernos. Dice el historiador que, cuando César estaba fuera de Roma y buscaba mantener su poder en la distancia, muchas de las acciones en su contra se dieron por un miedo revelador de su mayor rival: Cneo Pompeyo. Temía, aquel general, la emoción que generaban las promesas de su predecesor. Cuando César había sido cónsul, generó una expectativa inmensa de gasto en monumentos y espectáculos, ambos populares con toda la población. Cuando aquel volviera de Galia, donde expandía las fronteras del imperio, se esperaba continuaría con la misma fuerza de antaño. Así, Suetonio, nos habla de un Pompeyo aterrado, a la espera de César que, «viéndose impotente de terminar los monumentos empezados por él y de realizar sólo con sus recursos las esperanzas que él había hecho concebir al pueblo para cuando regresara», lo acusaba de haber trastornado la paz que había en Roma.
Lo que perdura de esta historia, más que las decisiones de Pompeyo, es la presión que lo obligó, en miedo, a actuar contra César. Sabiéndose incapaz de seguir con las fiestas y monumentos a las que estaba acostumbrado el pueblo, aquel general, temiendo aún mayor descontento, actuó en su contra. Lo que siguió fue una violenta guerra civil cuando César, enterádo de las acciones en su contra, cruzó el Rubicón con su ejercito y marchó hacia Roma. Pero eso, reitero, poco importa ahora; solo destaco el gobierno de César y el peso que puso en sus sucesores.
Desconocemos, en el presente, si Pompeyo y el Senado actuaron contra César solamente por esas expectativas de gasto que dominaban la conciencia romana. Debieron, en aquel entonces, haber otros factores de importancia; otros egos y miedos a una autocracia venidera. Pero en esa frase, que el mismo Suetonio ignora de inmediato para enfocarse en otros detalles, yace una estrategia presente hoy en día, aún si fuera por accidente.
Un líder gasta cantidades enormes en proyectos que apoya, por lo general, el pueblo. Su sucesor hereda las presiones de mantenerlos y, de ser incapaz de hacerlo, sufre la crítica de la ciudadanía acostumbrada a la atención. Temiéndola, sobre todo, actúa drásticamente. Regresemos al ahora. Llámense becas, trenes o pensiones, el paralelo con el México moderno va pintándose por cuenta propia.
Vivimos en un tiempo donde, como el los de César, se han creado inmensos programas de apoyo. No quiero juzgarlos o criticarlos—eso sería meritorio de un ensayo a parte—; es suficiente con señalar su existencia. En el sexenio de López Obrador, así como en la Roma antigua, el gasto ha ido aumentando considerablemente. Quitarlo, en cualquier forma, muy probablemente resulte en un descontento compartido.
Si la historia se repitiera, veríamos a un Pompeyo actuando en contra de César aterrado por el descontento que podría emanar en el pueblo ante su posible retorno. Medidas drásticas se tomarían para evitar dicha influencia y ese gasto, antes desenfrenado, se reduciría con el nuevo consulado. Sin embargo, en nuestro México, no se habla de recortes en campaña sea del lado oficialista, encabezado por Claudia Sheinbaum, o del opositor, liderado por Xóchitl Gálvez. Ambas parecen comprometidas con los gastos de aquella herencia romana. Los programas, nos dicen, seguirán por otros seis años. No se atenta a descontentar al pueblo satisfecho o que un César, distante amenace con sus opiniones a incitar el descontento.
El paralelo nos trae hasta aquí. No podemos predecir guerras ni violencia. Las sucesoras aceptaron, de lleno, el gasto de César y lo harán propio. Si caminamos, brevemente, por un camino compartido, ahora nos distanciamos a una historia propia.
Lo que espero sobreviva es el recuerdo de ese Pompeyo atado por las circunstancias. Que, sea cual sea el destino de México, se prevea aquel escenario de presión. Ahora, en campaña, es sencillo prometer el gasto; otra cosa será cumplirlo con la reforma fiscal que tanto necesitará la nación. Pienso, para bien, tomaremos un nuevo sendero, pero el otro—el de los romanos—no estará lejos. Cuando llegue el primero de octubre y entre una nueva presidenta, estará en el puesto de Pompeyo mientras perdura, entre los ciudadanos, el recuerdo de César. De retractarse en las promesas, también lo hará el camino por el que andamos y causaremos ese mismo descontento del que temía el militar romano. Vendrán acciones erradas y, quizá, otras formas de desgracia.
El pasado, como ya he dicho, nos enseña demasiado. Nos hemos librado, de momento, de sus presiones. Esperemos que no abunden los cambios que nos lleven a las mismas decisiones que Pompeyo.
Está ahí el gasto al que se ha acostumbrado México; la herencia de César. Le toca a sus Pompeyos administrarla sin caer en complicados enredos y recordar, del pasado, los ecos.