Niños de la tempestad

14 de Diciembre de 2024

Juan de Dios Vázquez
Juan de Dios Vázquez

Niños de la tempestad

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Las recientes inundaciones, ciclones y huracanes que azotan distintas regiones del mundo reflejan el impacto devastador del cambio climático. No solo vemos destrucción de infraestructura y pérdida de vidas; las consecuencias van más allá de los daños materiales, afectando a las comunidades más vulnerables y, de manera alarmante, profundizando prácticas arcaicas y abusivas contra menores. En países como Pakistán, Mozambique, Bangladesh y México, estos desastres no solo devastan el entorno físico, sino también el social, forzando a familias a tomar decisiones desesperadas que comprometen los derechos de los niños, desde matrimonios infantiles hasta el trabajo y explotación forzada.

En Pakistán, uno de los países más afectados por el cambio climático, las intensas inundaciones y monzones devastan zonas rurales. En 2022, se reportaron inundaciones que afectaron a 33 millones de personas y causaron daños por más de 30 mil millones de dólares. Las familias que han perdido su sustento consideran el matrimonio infantil como un acto de protección económica y social. La pérdida de cosechas y hogares lleva a algunos padres a casar a sus hijas jóvenes con la esperanza de asegurar su bienestar en un entorno cada vez más incierto. Aunque el matrimonio infantil es ilegal en Pakistán, la falta de alternativas y la creciente desesperación mantienen esta práctica viva, evidenciando cómo los efectos del cambio climático están vinculados a un retroceso en los derechos fundamentales de las niñas.

Este fenómeno no se limita a Pakistán. En Mozambique, los ciclones Idai y Kenneth, que azotaron el país en 2019, dejaron a miles en campamentos temporales. La falta de recursos ha obligado a niños a trabajar en mercados y granjas para contribuir al ingreso familiar. Al mismo tiempo, el caos y la falta de seguridad en estos campamentos han facilitado el aumento de redes de explotación infantil, colocando a los menores en situaciones de altísimo riesgo. La crisis ambiental ha hecho del trabajo infantil una salida “necesaria” en regiones donde la subsistencia se convierte en la única prioridad.

Bangladesh es otro ejemplo trágico. Con inundaciones anuales que desplazan a millones, en 2022 se reportaron 8,4 millones de personas afectadas por inundaciones en el noreste del país. Las familias en áreas rurales han recurrido al matrimonio infantil como una estrategia para reducir la carga económica. Aquí, las niñas son vistas como “bocas inútiles” que resulta mejor casar que mantener, una lógica brutal que expone la ineficacia de las leyes ante una crisis climática que deja a muchas familias sin opciones. A medida que las inundaciones se agravan, se estrechan las oportunidades para las familias y la presión económica impulsa prácticas que deberían pertenecer al pasado.

En Filipinas, el impacto de los tifones ha venido acompañado de un incremento en la trata de menores. Tras el tifón Haiyan en 2013, que devastó partes del país y dejó más de 6,000 muertos, los casos de explotación infantil aumentaron significativamente. Redes de tráfico de personas prometen trabajo en las ciudades, captando a niños y adolescentes que buscan sobrevivir. La devastación ambiental fortalece a estas redes de tráfico, que aprovechan la vulnerabilidad de los menores. Cada temporada de tifones se convierte en un riesgo renovado para los menores que, sin alternativas, terminan atrapados en situaciones de abuso.

El Cuerno de África, marcado por una severa desertificación y sequías, enfrenta otro tipo de desplazamiento forzado. Según el Programa Mundial de Alimentos, en 2023, más de 26 millones de personas enfrentan inseguridad alimentaria en esta región. La falta de agua y alimentos ha llevado a menores a migrar hacia áreas urbanas, en muchos casos sin acompañamiento, quedando expuestos a explotación laboral y, en ocasiones, sexual. La crisis climática empuja a esta generación a vivir en condiciones extremas, atrapados en un ciclo de pobreza y exclusión. La situación en países como Etiopía es un recordatorio de cómo el cambio climático desestabiliza a las comunidades más pobres y vulnerables, afectando los derechos básicos de los menores.

Centroamérica tampoco escapa a esta crisis: huracanes y tormentas tropicales cada vez más frecuentes están forzando a familias a migrar. En 2020, más de 400,000 personas fueron desplazadas por el huracán Eta y Iota. Menores no acompañados, expuestos al peligro, buscan oportunidades en el norte, enfrentándose a riesgos de trata y violencia por parte de pandillas. La falta de opciones en sus países de origen, devastados por el cambio climático, los deja a merced de un camino incierto y de una sociedad que no logra protegerlos.

En México, el reciente huracán Otis, que azotó Acapulco en octubre de 2023, exacerbó un problema social existente: el trabajo infantil. Organizaciones locales han reportado un aumento en el número de niños que realizan trabajos en las calles y playas, señalando que la explotación infantil ha sido una problemática persistente que el desastre solo ha intensificado. Aunque México cuenta con leyes que protegen los derechos de los menores, la realidad es que, en medio de la pobreza extrema y la desesperación que dejan los desastres, estos derechos quedan relegados.

La explotación infantil en Acapulco, reflejada en los menores que venden dulces, hacen malabares y recogen botes de aluminio, es una muestra de cómo los desastres naturales empujan a familias a decisiones desesperadas. Para estos niños, los derechos establecidos en la constitución mexicana y en tratados internacionales no representan una protección efectiva, sino un ideal lejano. Ante la falta de intervención, continúan trabajando largas jornadas en las calles, bajo la supervisión de sus propios familiares, en una lucha diaria por sobrevivir.

Estos casos, ubicados en distintos contextos geográficos y culturales, reflejan una realidad común: el cambio climático está profundizando las desigualdades y multiplicando las vulnerabilidades sociales. Para los menores, esta crisis ambiental se traduce en un ataque directo a sus derechos y en un futuro cada vez más incierto. Las decisiones desesperadas de sus familias, forzadas por el deterioro ambiental, perpetúan prácticas de explotación que dañan a las comunidades en su conjunto.

Es evidente que la crisis climática, más allá de sus efectos visibles en el medio ambiente, se ha convertido en una crisis de derechos humanos que requiere una respuesta internacional coordinada. Si no abordamos las raíces de esta problemática, estas prácticas continuarán escalando, afectando no solo a los menores sino también al futuro de las comunidades más vulnerables del planeta.